La oportunidad de la sencillez

Restaurant La Calma, Santiago.
Restaurant La Calma, Santiago.

A cuatro años del inicio de la gran crisis, se nota un ambiente en apariencia involutivo cuando en realidad se trata de una oportunidad de tomar la excelencia a través de viejas-nuevas maneras de gozar de la cocina pública. O sea, la suma de sencillez y rigor.

Carlos Reyes M.
Publicado en El Llanquihue, 24 de octubre de 2023.
Editado para Viaje al Sabor

Venían los mensajes desde antes pero la pandemia y la revuelta social lo confirmaron: la cocina en Chile, esa de grandes restaurantes, de cocineros puestos en portada de revista -nacionales y extranjeras-, de comedores con más perfil de modelo de pasarela como reflejo de cierta “imagen país”, había llegado a un tope. Las propuestas de alta gama, muchas a la par con las de países con alto desarrollo culinario, se dejaban caer donde correspondía: Santiago, Valparaíso, Magallanes, más algunos sitios como Antofagasta por su rechoncha economía minera y su respectivo margen para el gozo. Se denotaba germen creativo de mirada contemporánea en lo estético, aplicando riesgo, a ratos genuinamente sabrosa, aunque también ostentando altos precios y cierto vacío existencial.

Todo eso simplemente desapareció desvanecido como un sueño o hecho imagen de un pasado recordable con gusto y, a la vez, con el sabor agridulce de la melancolía.

Luego vino 2020 y el silencio. Se eliminó ese panorama gastronómico con si se tratara de los datos de un disco duro que se arruina, o cuando alguien encripta el acceso a la nube sin más, quedándose con la clave. Un camino se tapió, obligando a la buscar otros: el ingenio de cocinar para el emergente formato delivery sin perder lo poco de glamour que quedó; masificar propuestas antes exclusivas -con la necesidad con cara de hereje-, convirtiendo un panorama antes alambicado o al menos un poco, en un páramo de simpleza entre dos panes, o de asados carnudos, pescados crudos nadando en salsas, o la sempiterna proteína con agregado al plato, sin más.

Una transformación que por estos días, a cuatro años del inicio de esa gran crisis, posee toda una apariencia involutiva cuando en realidad se trata de una oportunidad. Sobre todo para quienes están en la periferia de aquellos barrios con cables soterrados a favor del turismo, o esos sitios acogidos dentro la arquitectura funcional y profiláctica del siglo XXI. Pasa como en todo proceso parecido -porque en realidad, no hay otro igual- que algunos llegan a esta parte del camino dejando lo superfluo de lado, para luego seguir por una nueva época de lo que se entiende por gourmet. Hoy, sin ser mayoritario, crece un segmento donde quien come y quien cocina está más atento al origen de cada producto e ingrediente. De dónde viene, quién lo recolecta, captura, cría o cultiva; cuál es su nivel de frescor o bien qué cuidados tuvo para madurarse, curarse, conservarse, cocinarse. Si aquella receta, tradicional o no, está acorde con la estación del año ideal para que conceda el sabor de cada ingrediente en el momento indicado. Si lo puesto al plato reconoce el territorio donde está, lo mismo que las claves de su cultura.

Por supuesto, la técnica juega, lo mismo que la intención del buen cocinero para poner cada elemento en su lugar para generar el máximo goce posible -de eso se trata ¿no?-, pero también porta un discurso claro, sin excesos, que sabe iluminar una oferta bien elaborada hasta hacerla inolvidable.

Esa es la chance para muchas de las cocinas en esta región, donde sobra prestancia de producto y se pueden lograr altas cotas de identidad y originalidad respetando los códigos de la naturaleza y la cultura local. Donde a la vez se requiere mejorar o acaso repasar viejos-nuevos conceptos: generar una mayor preocupación respecto de su origen y de los modos de consumo. También cómo se corta, cuece, asa o se sazona. Ahora es cuando. Se puede alcanzar la excelencia desde esta nueva era de mayor sencillez, donde por supuesto el rigor es clave para sostenerla. Sencillo pero no fácil.

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