
Casi siempre son espacios con trayectoria, en espacios donde la excelencia se cuenta por la calidad de los insumos, el detalle solidificado por la costumbre y por precios convenientes, mucho más allá de lo apreciable a simple vista. Hicimos una selección de norte a sur, donde el vino tiene un sitial especial, o bien su propuesta destaque por diferentes motivos de sabor. Todo sea por resaltar lugares entrañables, de esos que permiten llevar a amigos y cercanos.
Por Carlos Reyes M.
Publicado en revista LA CAV, septiembre 2023
La palabra picada tiene más de una acepción. Picadura, picadillo; significando ese enojo ante alguna ofensa velada o de cierta injusticia al voleo; también el avinagramiento del vino por el motivo que sea. Pero sobre todo, para lo que nos convoca, como aquel comedor con carácter singular, resonante en otros países y con otros términos: huarique peruano, bodegón argentino, ambos ligados a lugares de cocinas tradicionales. Para la chilenidad, agreguemos, el término trasciende el ámbito de lo netamente criollo e incluso de lo gastronómico, volcándose a casi cualquier comercio de costo conveniente.
Pero acotando la voluble imaginación del léxico chileno, mejor concentrarse en un restaurante ¿Bueno? Sí, ¿sencillo? casi siempre; ¿barato? Por qué no ¿La suma de todas esas partes? En realidad, algo más que eso. Alguna vez el fallecido cronista gastronómico César Fredes, definió una picada como un sitio con dos o tres platos de calidad superlativa tanto en sus productos como en la factura técnica de la receta, apegada a la tradición de su territorio, servida en un rincón sencillo, limpio, ordenado, por un costo razonable. Algo que, agregamos, tiene que ver con el arraigo: que aquel buen lugar signifique algo para el comensal, lo suficiente para que vuelva una y otra vez, no importa si vive lejos ni tampoco cualquier otra incomodidad o si por mantener el nivel de sus recetas han tenido que elevar sus precios. Se trata de un lugar del algún modo propio y a la vez digno de ser mostrado como tal, en clave secreta, para los amigos, para los cercanos. Nosotros, en esta edición de La Cav, hicimos un recorrido de norte a sur con ejemplos de locales donde sumamos tradición, calidad, sabores llenos de chilenidad típica, con un toque especial en sus vinos -o en alguna bebida en particular- siempre considerando su prestancia amigable, entrañable.

En el Norte Chico, en la zona de Peñuelas, al norte de Coquimbo, la caleta de pescadores aparece rompiendo la enorme extensión de la playa. Unos metros más a tierra y cruzando avenida del Mar, Una serie de comedores se alinean tentadores, vistosos, aunque pocos como Mar Adentro con su estampa de dos niveles y una vida ya de 25 años. Ha pasado varias el comedor regentado por Raquel Pizarro, que comenzó con un kiosco de colaciones y sánguches de pescado. Cuando ya estaba consolidada y presta a inaugurar nuevas dependencias, el tsunami de 2015 literalmente le aguó una inversión, recuperada por ella, su familia y los mismos trabajadores. Ese espíritu de unión perdura en un local que parece nuevo ocho años más tarde, con espacios cómodos y una ambientación marina sin demasiadas exageraciones y en tono madera claro. Desde su segundo piso se mira al mar, surcando una lista de comida que resume la costa coquimbana: un jardín del mar con machas, caracoles, ostiones, pulpos, locos, todo recogido desde las cercanías; también los “platos antiguos”, es decir los que llevan el nombre del local. O sea, un Chupe Mar Adentro (con ostiones, camarones y machas) o una lista de “pescados de peña (de roca) a los que hemos acostumbrado a la gente; cosas como el rollizo o la vieja. Es más, tengo un plato que se llama “Vieja loca” que es un corte a la plancha cubierto por locos al pil pil. Es que queremos llamar la atención”, dice doña Raquel. En ese afán se ayudan en familia, tanto su marido como las hijas que luego de un paso por el extranjero le aportaron a estimular el consumo de algas. “Tengo un Luche marinado, que se saltean con mariscos y que se sirve con papas rústicas con un punto de ají, aparte de la Alguita Marina, una hamburguesa de cochayuyo”, dice. De los vinos, tiene una lista de vinos del valle del Limarí de preferencia y una coctelería con pisco, que hace honor al territorio sumando campo y mar.

La idea de unir los sabores de la tierra con las de la costa, también destaca en Capri, en lo que fuera una antigua bodega del siglo XIX cercana a la plaza Sotomayor de Valparaíso. Desde los ’50 del siglo pasado que es comedor, pero hace 20 años la inquietud de César Pincheira padre, curtido como regente de casinos, restaurantes y boliches varios, le permitió crear la que en 2016 fue considerada la mejor picada porteña por el municipio; y un par de años más tarde el mejor restaurante de cocina tradicional chilena por Guía 100 LA CAV. En eso mucho tuvo que ver Antonia Emilia González, cocinera y esposa del dueño de casa, recientemente fallecida. Ella tuvo mucho que ver en insuflar un aire de sabor casero, “porque ella siempre vio en el cocinar una expresión de amor”, cuenta su hijo Cesár Antonio, quien con su hermano de igual nombre, ahora manejan con mayor intensidad el negocio. Una de sus cualidades es la generosidad, tanto en porciones como en ya no una, sino dos cocinas que tienen casi la misma superficie del comedor. Algo poco usual que les ha permitido optimizar el negocio sin perder la mano culinaria. Una que habla de Conejos escabechados, chunchules apanados, lentejas, cazuelas, un enjundioso Estofado de San Juan, como parte de ese Valparaíso de vieja guardia que solía no mirar al mar. Pero la costa está apenas un par de cuadras y eso permite que, en esa misma clave popular aparezcan cebiches de reineta o cochayuyo, empanadas de mariscos, caldillos y chupes varios. Además hay chorrilladas tanto tradicionales, vegetarianas y marinas y una larga listas de cocteles ¿El vino? Tienen desde este año un convenio con la renovada viña MontGras que les ha reportado un aire distintivo a los brindis de un enclave porteño donde la tradición es una buena costumbre.

Es raro, pero hasta esta temporada en los reposados comedores de Algarrobo, en Casablanca, no había una sola botella de vino del valle. Algo no tan raro en locales de ritos tan atávicos, sobre todo este que lleva más de siete décadas, primero como enclave de camioneros de la vieja Ruta 68 que pasaba por su puerta y ahora, más como punto de turismo gastronómico tradicional. Más vale tarde que nunca sumar, por ejemplo, tintos de clima frío a un comedor que tomó María Gutiérrez Silva en 1963, aunque ya estaba funcionando desde hacía dos décadas antes, según comenta su yerno José Manuel Silva. Él junto a su esposa tomó la posta generacional, sumando cambios considerables. Aparte del vino ahora hay aroma de cena, pero resuenan los viejos tiempos. “Antes era de cazuela de chancho, arrollado, pernil, de carnes faenadas en este mismo lugar por mi suegro”. De eso quedan resabios como los trozos de lengua golosos, desplegados en una cama vegetal a modo de entrada; también costillares al horno y cazuelas de tamaño considerable y memorable en su sabor, acompañadas de ensaladas de temporada, aceite y jugo de limón exprimido a diario y puesto en pequeñas y clásicas botellitas. Súmense guatitas tiernas, lomos de vacuno, pasteles de choclo preparados con clase y durante la temporada de verano nada más, figuran en un local que viene desde otro Casablanca, que se actualiza en su nuevo entorno.

Suele pasar que las picadas están en lugares improbables, como a la orilla del camino hacia Los Andes y gracias a las casualidades de la necesidad. Así se vio hace 40 años María Isabel Cordero, quien comenzó dando almuerzo a los jornaleros del campo donde trabajaba su esposo en Colina, para luego preparar una cocinería en medio del fundo. En ese modo “a trato”, siguió hasta que a inicios de los ’90 se instaló frente a la carretera con un menú de campo, surgido de la experiencia suya, de su madre, de su abuela y mucho más allá. En el fondo, Rancho Doña María alude a esa memoria genética que perdura en el pan amasado recio, en la sandwichería de pernil, aparte de carbonadas, ajiacos, cazuelas de vacuno, estofados, caldillos de pescados, pantrucas y una serie de platos que sirve en la semana por entre $ 5.500 y $ 8.000. Luego vienen las empanadas de masa delgadita y elástica, con un relleno de pino campestre y bien terminado, que es el tentempié ideal mientras llega la comida. El negocio es familiar, con hijos y nueras ayudando a preservar un espacio de piso de tierra y rincones sombreados, en el que cada fin de semana se despliegan un par de extras más que poderosos: costillares de chancho enjundiosos, adobados durante dos días, que después se posan al menos durante tres horas sobre una parrilla de brasas alimentadas por leña de parra. La otra, una plateada que roza la perfección, blandita pero resistente a la mordida, sabrosa y sin dejos de sequedad, es decir, con la cocción perfecta provista desde la sabiduría campesina heredada por el matriarcado. En vinos, dulzones ejemplares venidos de la zona de Cariño Botado, en Los Andes, marcan la diferencia en un lugar que, más temprano que tarde, migrará al quincho que doña María prepara con paciencia, cerca de allí, seguramente con la misma deliciosa mano en la cocina.

Hay una marcada lógica centrina en las picadas santiaguinas. De chicha y chancho de preferencia, herencia de la migración campo-ciudad de mediados del siglo pasado, reflejada en la sobriedad de los espacios de El Volcán, en Bascuñán Guerrero casi llegando a calle Antofagasta, zona de la Vega Poniente, cercana al Club Hípico y la vieja Maestranza San Eugenio de Ferrocarriles. También de la otrora compañía de gas donde nació este rincón criollo en 1952. “Eran tiempos en que los huasos venían con sus vacunos a vender sus animales o los descargaban del tren”, dice Juan Carlos Urzúa en uno de sus momentos de tranquilidad entre pedido y pedido. Es la segunda generación al mando y no se le nota casi la sesentena que ya tiene, moviéndose entre la cocina y una parrilla que le da el sabor especial al costillar de chancho, aderezado de un pebre con más cara de chimichurri con una delicada y picosa receta. Es un comedor de detalles, que según cuenta su dueño, evolucionó antes que el resto: “cuando vinos que esos hitos desaparecían y con ello las cocinerías, nos lanzamos a buscar otro público, con otros platos”. Es por eso que, a su oferta de prietas caseras e impecables arrollados impregnados al aliño del comino, cuenta con lomos a lo pobre -con papas peladas y fritas en casa- pichangas a la antigua, con pernil y arrollado frío y carnes generosamente dispuestas en fuentes de greda donde comen dos o cuatro. Algo, en esos tiempos, por sobre la media y ahora igual, pero por su prestancia al plato, acompañados siempre de ensaladas de temporada. La carta de vinos que llega a la mesa es corriente a varios comedores de su tipo, pero Urzúa tiene una cartita bajo la manga: “tengo una cava personal, donde ofrezco vino fino, de gran reserva para arriba, cosas como (Matetic) Corralillo entre otros”, dice con un dejo de orgullo y cierta malicia. O sea, un espacio goloso y para regalones.
El pebre del Grandioso Caballo de Palo, ese que adorna la mesa con un rojo casi eléctrico, posee una receta que tiene, según su dueño Juan González Araya, los mismos 120 años de vida del local. Ese preparado que sazona cazuelas de chancho con chuchoca, de vacuno, que puede ir a los porotos con tallarines, el asado a la cacerola y las generosas prietas caseras -con sangre fresca, acota-, entre otros platos, nació de la sabiduría de su abuena Rosario Araya. Ella, migrante de la salitreras, se instaló como cocinera para los trabajadores del fundo Buzeta, antes de la inauguración del tren a San Antonio (1910), cuando el Camino a Melipilla era una huella polvorosa: “Se hace de un ají cosechado en verano, maduro pero no seco y que se conserva en vinagre. Luego se va moliendo según la necesidad”, dice mientras la salsa destila picor y frescor, de esas que sirven para acompañarse de medios patos de vino, poco menos de medio litro de vino pipeño cauquenino provisto directamente su familia sureña. O sea, un negocio integrado a la chilena. Son varias las mesas pero más la gente que se arremolina en torno a ellas, rodeadas a su vez de cientos y cientos de adornos, posters, carátulas de discos, guirnaldas varias, o un saludo firmado por la legendaria Margot Loyola -asidua clienta-, que resaltan entre el claroscuro de un lugar nacido y mantenido desde la improvisación. Así ha sido siempre para don Juan, ya octogenario, la tercera generación de este comedor de este barrio de Cerrillos, que supo estar cerca del viejo aeropuerto y de Lo Valledor. Ahora, más bien cerca de la estación terminal de la línea 6 del Metro y de la próxima Villa Panamericana. Nunca está mal ubicado. Importante: no tiene cartel, usualmente hay gente esperando para entrar -todos sus platos rondan los $ 8.000- y los sábados a eso del mediodía se desatan los cuequeros cantando todo el almuerzo.

Para romper el paradigma centrino en clave picada, también desde lo generacional, Willimapu Gastronomía Ancestral viene a ser una punta de lanza de una cocina sureña especial. La que suma el saber de los huilliches, los mapuches de sur que expresan su saber culinario por Llanquihue y Chiloé, pero sobre todo en la zona de Puerto Montt. La familia de Cecilia Loncomilla es de Isla Tenglo, frente a la capital de la región de Los Lagos; por eso el logo de su restaurante instalado en Galería La Curtiembre del Persa Víctor Manuel, es la silueta de aquella zona. Mientras sirve pequeños milcaos de fritura perfecta –“la manteca y los chicharrones los hacemos nosotros”-, cuenta una historia iniciada en Santiago hace 15 años. Primero como estudiante de diseño, luego de cocina y después vinculada a turismo histórico mapuche urbano. Desde allí saltaron a las cenas maridaje -es sommelier- y al poco tiempo a una cocinería en el patio de comidas del mismo mercado persa. Desde allí al protagonismo y la comodidad de uno de los extremos de la galería, pasó poco tiempo gracias a su propuesta tanto gastronómica como de vinos junto a su hermano César. Los insumos como las papas, las zanahorias amarillas, las arvejas sinilas provienen desde Chiloé; también los mariscos como las almejas, cholgas y choritos, que van a parar a caldillos que dan forma al Curanto en olla, con carne de chancho, pollo y papas. También para la cazuela Mar y Tierra o para arroces con mariscos, choritos al vapor, ceviches con algas y pesca del día, que se acompañan con una lista de vinos de pequeños productores como Calyptra, Vinos del Alma, Trayenko, entre otros. Un destino de sur y vino, en clave picada.

En Temuco, en tanto, en una casa bien cercana al cerro Ñielol, la pasta de ají luce un rojo vibrante, casi de sangre que hace juego con un sabor profundo y ahumado tras la molienda, sin ser el famoso merquén por cierto. Acá donde Zuny Tradiciones hay carne, cómo no, pero más bien es una cocina de sabor casero campesino con el considerable y equilibrado aporte de verduras y legumbres. Zunilda Lepín comanda este local desde hace décadas pero desde 2019 lo hace en su propia residencia, sencilla, bien cuidada, con terraza y comedor. “La comida campesina no es tan carnívora, solo cuando se mata un animal o para una fiesta; así que forma parte de la cultura el consumo de productos vegetales”, dice quien en 2015 fue nominada como Tesoro Humano Vivo por su aporte al intercambio de semillas y el desarrollo de la vida campesina. “Yo me proveo de la gente del campo, de las ñañas que vienen del campo en su mayoría, dependiendo de eso vamos cocinando para el almuerzo”, dice mientras en su carta ofrece platos con ensaladas de temporada, quinua, o lentejas, cazuelas, prietas, carne de vacuno a la olla, “con carnes que vienen del campo también”, acota. Su oferta de vinos es básica, pero tienen cerveza de elaboración propia y una larga lista de jugos -de maqui, manzana, frutilla o de otros productos de temporada- que le aportan un sabor natural e inconfundible a su propuesta.

Ya bien al sur resalta la fenomenal vista desde los comedores de restaurante Quimey, ubicado en bien solitaria playa de Aucha, al norte de Quemchi, una de las pocas de la isla de Chiloé sin la contaminación visual de las cuelgas de choros o las jaulas salmoneras. Sólo la terraza, la tranquilidad del mar interior y la cordillera de los Andes puesta a un centenar de kilómetros al este. Es la casa de Natalia García, quien junto a su esposo Edesio Barrientos y el resto de la familia, se hacen cargo de un comedor agradable y de cabañas que permiten tener una experiencia de inmersión en la naturaleza chilota. En temporada baja abre solo los fines de semana, reflejo de lo lento del andar turístico de una zona privilegiada pero aún lejana, aunque una vez al mes se animan con eventos en clave musical, que temperan el ambiente. En esos momentos y también durante la temporada dieciochera es donde resaltan generosos curantos a la olla, de los pocos en la zona que apenas se empinan por los $ 10 mil, con un arsenal de choritos, cholgas, chancho ahumado, milcao, chapalele y caldito a repartir; gancho suficiente como para considerar un viaje. También para comer chupes de loco o de centolla, pailas marina, como también empanadas fritas de mariscos aparte de opciones de horno. Espacio sencillo y familiar con una mirada seductora en plan picada.
Direcciones
- Mar Adentro. Rengo 4629, Peñuelas, Coquimbo. Tel. . @maradentro.restaurant
- Algarrobo. Av. Portales 856, Casablanca. Tel. 35 248 1408
- Rancho Doña María. Santa Teresa 294, Autopista Los Libertadores Km 42, Casas de Chacabuco, Colina. Tel. 2 3207 1195 y +56 9 5957 3852.
- Capri. Cochrane 664, Valparaíso. Tel. +56 9 3895 6186. @restorancaprivalpo
- Willimapu Gastronomía Ancestral. Víctor Manuel 2250, Local 4, Mercado Persa Víctor Manuel, Santiago Centro. Tel. + 56 9 8497 6269. @willimapu_gastronomiaancestral
- El Volcán. Bascuñán Guerrero 1517, Santiago Centro. Tel. 2 2683 1707. @elvolcanrestobar
- El Grandioso Caballo de Palo. Cartagena 4148, Cerrillos. Tel. 2 2683 7385
- Zuny Tradiciones. Gral. Cruz 0560, Temuco. Tel. +56 9 8498 7223 y +56 9 9795 5280. @zunytradiciones
- Quimey. Aucho Playa s/n, Quemchi. Tel. +56 9 4268 6196. @quimeyrestaurantchilote