Es un elemento esencial pero primario, que plantea un desafío mayor, sobre todo en el Chile que quiere enriquecer sus maneras de comer.
Carlos Reyes M.
Publicado en El Llanquihue, 29 de agosto de 2023.
Escena de viaje. En un parque, durante un verano francés, una madre chilena da de cucharaditas un colado para niños a su hija de poco más de un año. No son más que un par de bocados que la niña rechaza con fuerza. En ese momento la mamá cae en cuenta de que se trata del alimento que acaba de comprar en una tienda cercana. Así que recurre a la reserva llevada desde casa: todo vuelve a una cierta normalidad, las ganas de comer vuelven.
Testigo de esa escena, pido probar lo que queda de ambos frascos. El recién comprado entregó sabores cercanos a espinacas y tomates en su estado natural. El otro, el preparado nacional, aparece suavizado en una amalgama de sabores vegetales donde, aunque tenue, el dulzor predomina. Y si un colado envasado, exitoso símbolo de masividad, posee aquel claro y redondeado perfil, ¿Con qué sabores se está criando a la mayoría de los chilenos desde la cuna?
Lo dulce es el primer sabor puesto en la boca de un humano. Lo porta la lactosa de la leche materna, también más adelante aparece dócil en la miel, en los frutos del verano, también en la cocina de precisión pastelera, siempre necesitada de sacarosa por la que se han librado guerras y azuzado revoluciones. Todo para armonizar un conjunto de nutrientes básicos para la supervivencia del homo sapiens, cuyo cerebro es consumidor asiduo de la gran familia de los azúcares, para seguir su funcionamiento.
Es un elemento esencial pero primario, que plantea un desafío mayor, sobre todo en el Chile que quiere enriquecer sus maneras de comer: ir más allá del dulzor permite acceder a una mayor complejidad dentro de la paleta gustativa, redundando en mayor diversidad de recetas a favor de la cocina pública. Es tarea de padres, tutores, cocineros, restaurantes y por supuesto de la industria alimentaria, experta en superponer el gusto natural con capas y capas de azúcar -y sal- que enmascaran sabores y relegan a las mayorías al facilismo, al infantilismo culinario.
Es posible hacerlo acá, en un país rico como pocos en recursos alimentarios. El equilibrio, sumar más sabores al diario vivir, se hace necesario tanto para preservar lo que nos identifica, como para allanar nuevos rumbos gastronómicos.