
Por Carlos Reyes M.
Extracto del capítulo “Suchi, pop chileno a la vista”
Viaje al Sabor 2 (2019)
El día que Daniel Avayú probó por primera vez el sushi, solo pensaba en lo que poco antes su padre, José, le había dicho:
—Si no aprendes a comer sushi estás cagado con los japoneses. Debes aprender a conocer a estos gallos por la comida.
Tenía 20 años y estaba en un lugar que poco antes había sido una cantina de mala muerte llamada La Gloria, en calle Marcoleta. En 1978, cinco años después de la apertura del limeño Matsuei, Japón nace como el primer restaurante de su tipo en Santiago. Estaba comiendo ahí para aprender de recetas, pero comerciales, frente a un grupo de ejecutivos japoneses. Ellos, tras meses de insistencia, le habían dado a José Avayú la concesión para vender los primeros autos Subaru en Chile.
El escenario era un pequeño espacio ornamentado de forma minimalista, adaptado a una casona del viejo Santiago. La idea fue de Masamoto Saotome, a quien se le ocurrió poner un restaurante solo para sus paisanos en un país que retomaba de a poco su normalidad tras el levantamiento del toque de queda.
Ese día Daniel supo, entre otras cosas, que pedir pan era poco menos que un sacrilegio entre sus compañeros de mesa. En contrapartida, conoció por primera vez el sabor de un niguiri, bolita de arroz apretado, cubierta con salmón obtenido desde las flamantes piscinas de crianza aparecidas en Chiloé. Un bocado perdido entre otros tantos: brochetas de pollo teriyaki y sopas miso, parte de la rica cocina japonesa en clave caliente y sopera.
Pero fue ese platillo frío el que lo llevó a vivir por décadas en dos mundos paralelos: el de las concesiones de automóviles y el de la comida. La segunda fue más bien un deseo silencioso, que requirió de 17 años de aprendizaje y espaldas económicas. En el camino recorrió varios países y muchos más comedores para consolidar su idea. A eso se sumaron las historias y consejos de Saotome junto a Patricia Vidal, la chilena que desde los primeros tiempos supo de aquel restaurante, primero como ayudante, después como esposa del dueño.

Entre otras cosas, le contaron que Masamoto era ante todo un viajero. Tras recorrer decenas de lugares había llegado a Chile en 1975. Para mantenerse comenzó a trabajar preparando comida para la colonia residente. Le dijeron que tenía buena mano, que instalara algo como ellos querían, tradicional, en el Centro o lo más cerca posible, porque allí circulaban los negocios. En esos tiempos Avayú supo que Patricia había entendido que aquellos guisos y sopas humeantes podrían ser del gusto local125. Entonces de a poco le hizo un espacio a la clientela nacional, pese a las resistencias del dueño y al choque cultural entre dos países demasiado diferentes entre sí.
—A lo más la gente comía cebiche, que era muy aliñado y con harto limón. Entonces comer el pescado así, solo crudo, era impensable. Decidí quedarme, arreglé el restorán y empezó a venir más gente. Pero mi marido no quería cocinar cuando venían chilenos mañosos y no conocían. Que tráigame salsita, echémosle limoncito… díganle al chef que quiero un pollito frito con papitas fritas. Siempre dejaban el plato, hasta que empecé a enseñarles a comer: «Este es un restorán de comida japonesa, si usted quiere venir aquí, coma lo que comen los japoneses».
Masamoto lo inició en aquellas comidas, hechas con insumos importados desde Japón por necesidad. El wasabi, el jengibre encurtido, las variedades originales de arroz, los fideos y el sake para las celebraciones. Después fue más sencillo traerlos desde Miami o Nueva York gracias al auge culinario japonés en Norteamérica.
Hubo otros personajes de aquel restaurante ochentero que ayudaron a su formación, más anónimos: cocineros trashumantes y trabajadores tanto o más viajeros que su patrón, dados a sobrevivir entre ollas por meses o algunas semanas a cambio de dinero, techo y comida. Fue en algún momento de esa década, que uno de aquellos pasantes llevó desde Estados Unidos la moda de los makis creada en California. La sirvió ante varios chilenos quienes, superando sus atavismos, disfrutaron de su comida frente a frente al itamae, con toda confianza. Uno de ellos era Avayú.

—«Invéntate un rollo y yo le pongo tu nombre», me dijo un día.
Eligió un relleno de carne de salmón más palta, queso crema, cebollín, todo cubierto por una lonja de salmón. Mucho antes de tener su primer restaurante ya había nacido su primer plato: Danny Roll. Su hermano Eduardo tuvo el propio, el Edu, con los mismos ingredientes pero con la cobertura de palta. Luego se sucedieron otras tantas preparaciones con nombres de amigos. Pero esas dos improvisaciones comenzaron a germinar
la revolución culinaria. Un par de bocados que aún figuran y bajo el mismo nombre, en las cartas de varios locales nacionales. Una transformación nacida en el primer restaurante japonés, acaso el más purista desde aquel tiempo. Luego del Japón surgieron otros comedores similares. Shoo-gun en El Golf, Mikado en Bilbao cerca de Pedro de Valdivia. También una saga de izakayas —la versión nipona de la picada— creada por Masahiro Yokoyama, mucho más conocido como Yoko, a secas: otro trotamundos desembarcado de un barco mercante, que tras abrir un lugar con su nombre en el barrio Bellas Artes, prosiguió abriendo sitios marcados ante todo por los platos calientes: Kintaro, Yoko Benkei, Donkame Yoko, entre otras colaboraciones.
Pero el primer restaurante del estilo mantuvo su apego a lo clásico hasta el fin de siglo. Ahí debió ceder, hacerle concesiones a la tetralogía y servir California rolls y uramakis. Ocurrió por dos motivos: la crisis asiática replegó al público nativo. Los negocios bajaron y el centro culinario se movió hacia el oriente pero de Santiago. Y luego para 1998, ya se habían instalado dos restaurantes que marcaron la pauta en adelante para el resto.
En 1995, en una casona en avenida Vitacura cercana a la ex Rotonda Pérez Zujovic y al barrio financiero que pasaría a llamarse Sanhattan, cinco socios crearon el primer sushibar. Inspirado en el modelo que ese cocinero venido desde Estados Unidos mostró en el tradicional Japón. Uno de ellos era Daniel Avayú, quien veía cumplido su sueño gastronómico; otro era japonés y cocinero: Shinichiro Otaki. Por nombre eligieron Sushihana. Hana significa «flor», una que pervivió por más de 20 años.
A ese primer local se accedía por un puentecito de madera curvado, a la usanza de los jardines orientales. Por ahí, desde el primer día, la clientela hizo largas filas. Por fin en Santiago apareció un lugar deseado por chilenos viajados, o por los aficionados al cine y la literatura de la Generación X, donde el sushi era un hito comestible. Para los nativos de ese plato, un maki bajo esa forma era como si un sándwich llevara su relleno por fuera, pero no hubo otra opción posible. El éxito fue arrollador. Algo similar ocurrió dos años más tarde con otro espacio de la misma cadena, Sakura, un local que ya era un asunto solo entre Avayú y el mismo Otaki, hoy consultor de restaurantes y miembro reconocido entre la comunidad de cocineros.

—Nunca pensé que se iba a replicar tanto la cosa.
Avayú lo dice 20 años más tarde, sentado en la mesa de Ox, restaurante de carnes gourmet (hoy cerrado), el único que mantiene tras varios otros vinculados a la alta cocina estilo nacional.
Sushihana y Sakura son dos nombres entre tantos otros surgidos desde aquellos inicios de élite, a los que se han sumado otros tantos, con más o menos éxito, desde la comodidad de una barra refrigerada o en la precariedad de la calle; allí donde se han ido acomodando según los productos, las costumbres y las exigencias de los comensales. 500, 600, quizá (muchos) más de mil serán los comedores adscritos a las normas estilo Californianas, adosadas luego de versiones acebichadas y a la peruana, bajo frituras al panko, rellenas de mezclas vegetales improvisadas o con carnes sometidas a la quemazón de un soplete de cocina.
Hay niguiris cubiertos de trozos de foie gras sobre arroces trufados, una de las novedades entre las cocinas más sofisticadas. Las cosas se han movido bastante tras (más de) 40 años del segundo formato de comida global aterrizado en Chile —el primero fue el fast food sandwichero— que ha trasformado las maneras del comer público urbano, algo que suele suceder en los fenómenos culinarios, en el que los platos de las cocinas pasan de lo popular a las mesas refinadas y viceversa, compartiendo información y acaso, comensales.
El sushi está en la calle hace un buen rato, creciendo inorgánico y entusiasta, quizá esperando retornar con nuevas ideas hacia la élite y de nuevo hacia lo popular. Eso sí, bajo una pronunciación que de seguro tendrá acento propio: suchi.
Viaje al Sabor 2
Ediciones B, 2019
Puedes conseguirlo en @queleo40