
Por Amalia Castro San Carlos*
Este 15 de abril celebramos en Chile el Día de la Cocina Chilena y cabe preguntarnos ¿Qué es la cocina chilena? A modo de respuesta breve podemos decir: es una maravillosa conjunción de materias primas, paisajes, cultura y biología, de tiempos y saberes. La combinación de esos factores nos muestra, en cada caso, un alimento cultura, el tipo de alimento que se encuentra fuertemente arraigado a un territorio, sin abusar del mismo, que son elaborados o producidos por generaciones de cultores que se han transformado en los guardianes de nuestro patrimonio e identidad gastronómica, con producciones cuidadas, limitadas y singulares; productos típicos cuya sinergia nos enlaza con una historia sabrosa y gustada.
Así comienzan a desfilar en nuestra memoria gustativa cazuelas, empanadas, chichas, chacolíes, ají, curantos, y tantas otras preparaciones que combinan productos y saberes fuera del apresurado tiempo moderno. Y entre todas estas, un lugar especial tiene el mote con huesillo, esa bebida-alimento dulce y refrescante, que combina durazno deshidratado, maíz o trigo, azúcar o chancaca y canela, y que se prepara en Chile desde época colonial… uno de los postres más antiguos y populares de que tengamos registro.
¿Por qué creemos que es una reliquia chilena colonial? Y, tal vez lo más importante, ¿por qué es un alimento cultura y joya de la cocina chilena?

El primer componente esencial del mote con huesillos es, justamente, el mote. Aunque hoy se utiliza mayormente trigo mote para esta preparación, originalmente se elaboraba esencialmente con maíz mote, también conocido como motemey. Este grano nacido en América llegó al actual Chile hace aproximadamente 2000 años y se transformó en un alimento esencial de la dieta hacia el 1100 d.C. Acosta, cronista español, señalaba que “el pan de los indios es el maíz; cómenlo comúnmente cocido, así en grano y caliente, que llaman ellos mote”
A lo largo y ancho de Chile, incluyendo a Chiloé, los cronistas comentaron la existencia y consumo cotidiano del maíz; junto con la papa y la quinua, fue la base alimenticia de nuestros pueblos originarios. Alimento adorado, era en sí mismo un símbolo, pues de su fermentación se lograba la chicha, bebida identitaria y reafirmante de lazos sociales.

El producto tiene su propio personaje popular: el motero, representación de una forma de venta que asociaba un personaje con un producto. El mote de maíz era parte fundamental de la dieta de invierno, un alimento estacional que tiene un largo proceso de elaboración. Por ello, los moteros vendían su producto siempre de noche, después de las seis de la tarde -para garantizar su frescura- al son de sus pregones e iluminados por un farol. Hoy, por ejemplo, Carlos Martínez es el último motero que sigue recorriendo Valparaíso tal como antaño. Vean http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-85272.html
Por otra parte, los huesillos eran -y siguen siendo- duraznos deshidratados. En la antigüedad, y alrededor del mundo, la deshidratación de alimentos fue uno de los medios preferidos de conservación para el invierno. Los duraznos, muy abundantes en Chile, se conservaron como huesillos -con hueso o carozo- y orejones -sin carozo- para así estar disponibles durante la mayor parte del año en las bodegas coloniales. ¿Por qué duraznos y no cualquier otra fruta? Porque el duraznero se adaptó bien al medio ambiente chileno. Era productivo y no padecía muchas enfermedades. Gracias a ello, logró una alta valoración y se expandió de manera notable en el Valle Central de Chile.

Casi la mitad del total de frutales cultivados en chacras y haciendas chilenas entre los siglos XVII, XVIII y XIX eran durazneros. Pionero en su cultivo (junto con damasqueros y membrilleros) fue Francisco de Herrera, en el año 1708 en San Felipe. Su inventario, tasación y división de bienes lo muestra junto a Bartolomé Liñán de Vera -quien introdujo el cultivo de guindos y nogales desde Santiago, en 1721- como el responsable del comienzo del cultivo y explotación del 31,25% de las especies frutales en el Reino de Chile. Lo que más llamaba la atención, a ojos de los viajeros, era la enorme productividad de estos durazneros coloniales. Y así lo demuestran las fuentes, ya que las ramas de los durazneros cargaban tantos duraznos, que debían ser apuntalados con horcones de espino, como lo hizo Manuel Antonio de la Cuadra en su chacra de Melipilla, en 1833.
Por último, pero no menos importantes, el azúcar -o chancaca- y la canela, son los básicos para acentuar la dulzura y perfume de la fruta. De origen indio, esta sensación gustativa básica fue introducida en Europa durante las Cruzadas en Tierra Santa en el siglo XI y era considerado un condimento y medicina de lujo hasta 1700 (se cree que los primeros confites fueron hechos por un boticario francés en el año 1200, que recubrió almendras con azúcar).
En Chile, azúcar y canela ingresaron junto con la llegada de los españoles. Considerada medicinal, el hospital San Juan de Dios en 1634 utilizaba grandes cantidades para esos fines. Su ingreso a las cocinas fue paulatino, debido a las restricciones impuestas sobre el producto. El azúcar de caña llegaba a Chile proveniente de Perú en mayor medida, y posteriormente se introdujo el azúcar de remolacha, que masificó su uso en diversas recetas dulces. El uso del azúcar y las especias impusieron nuevos conceptos en el ordenamiento de las comidas, como el postre, los dulces y la repostería en general. Nuestros pueblos originarios, si bien consumían frutas y mieles, no poseían estos nuevos conceptos. A partir del asentamiento español en Chile, la ‘gente de la tierra’ y los mestizos aprendieron y adoptaron este gusto por lo dulce que se tradujo en postres que formaron parte de la identidad culinaria colonial.
Cada ingrediente del mote con huesillo nos muestra su antigüedad y pertinencia territorial. En esta bebida alimenticia, refrescante y dulce, se cruzan saberes de oriente y de occidente, de América, Europa y Asia. Es un alimento cultura porque conjuga materias primas largamente producidas y adaptadas a nuestro territorio; de profundo arraigo cultural, nos transporta a un paisaje de abundancia, de campo lindo resplandeciente de verano, que tenía la enorme tarea de alimentar en medio de la escasez del invierno y en la crítica primavera, cuando aún el verano no daba sus frutos. Así, este postre popular es goce y fiesta, cobijo y alimento, calidez y frescura que se gusta con deleite para seguir presente en los paladares de Chile.
(*) Licenciada en Historia (Universidad Finis Terrae), Doctora en Historia (Universidad Nacional de Cuyo). Parte del CIAH (Centro de Investigación en Artes y Humanidades) Universidad Mayor, Proyecto ATE220008. Su línea de investigación se centra en el patrimonio e identidad agroalimentaria, estudiando la historia y puesta en valor de productos típicos chilenos, muchos de ellos sometidos a procesos de modificación, invisibilización y/o hibridación. También aborda temas asociados a los sentidos en la conformación del gusto y modos de mesa.