Por Carlos Reyes M.
Publicado en revista LA CAV, enero 2023.
Sorteando escaleras maltrechas y tras un pasillo empinado de gris y grietas, finalmente el patio y el comedor panorámico de Caperucita y el Lobo, muestra trozos de un Valparaíso que, al fin y al cabo, sigue coqueto. Pese a los años, al descascaro, al cliché porteño, se las arregla para llamar la atención. Hay personalidad, sabor, como ocurre con el Tostón de champiñón ($ 8.800) parte del repertorio de entradas, ni tan atractivo pero con onda: la suavidad de un brioche de fritura ideal, crocante, con toques de yema de huevo, queso y semillas, que profundizan su textura y sabor, contrastada con firmes cortes del hongo. Frescor y cocción cálida, como fusionando lo viejo y lo joven.
Por ahí se desliza una explicación para la propuesta de Carolina Gatica y Leonardo de la Iglesia, que entrando a su plenitud profesional se rodean de un equipo joven y vigoroso, que atiende grácil y con leves yerros -indicar un marisco que no estaba en carta- que no rebajan esta propuesta instalada en una vieja casona reacondicionada casi a pulso, como mucho de lo que suele ocurrir en Valparaíso.
Hay frescor y texturas en el Tiradito de locos ($ 9.000), originalmente con chochas pero no había. Bien por el reemplazo: una carne firme sin durezas ni exceso elástico, con sabor a lo anunciado, complementada por el tono de vinagre suave de una verdura tratada sin excesos. Encurtir allí no es moda. Hay por el lado de los fondos una buena cantidad de opciones en pastas, pescados y carnes que no le hacen el quite a la grasitud. Medio destartalada estaba la Malaya a la parrilla ($ 15.300) pero con un punto casi confitado tras el asado, junto a ñoquis suaves dentro y crocantes fuera, con un tono de mantequilla, le dio alas a un chancheo gourmet. Los rasgos orientales, bien comedidos, de un curry, sirvieron para enlazar el puré de coliflor que sostenía un trozo de congrio fresco, del día ($ 15.800), que entregó elegancia marina.
Al cierre, una clásica Ponderación ($ 6.200) de masa casera, delgada, deliciosamente dispareja, llena de recovecos crocantes sobre una crema de vainilla tanto o más golosa como el puré de lúcuma que hizo también de consorte. Hubo tonos salados, especiados, de dulzor presente sin excesos. Cosas de una complejidad, en realidad sin demasiados aspavientos pero con un objetivo gourmet claro. Y lograr eso, en Valparaíso, es cosa de valientes.
De los vinos: bien acotada la carta de vinos, con opciones de autor bien elegidas pensando en su carta de comida, aunque con gusto a poco tanto en botellas como en copas. Tal vez un paso adelante sería la presencia de un sommelier, para avanzar en su búsqueda de convertirse en un destino internacional de la comida porteña.
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