Los ecos de la chuchoca y un rescate culinario pendiente

Por Carlos Reyes M.

Sobre la chuchoca, esa molienda seca de maíz rehidratada en guisos -o a veces sólida como su prima hermana, la polenta italiana-, surgen varias versiones sobre cómo surge y se prepara. De un lado el sentido práctico y piadoso de Mariana Bravo Walker en su best seller Cocina Popular (1964), el libro de recetas chilenas más vendido de todos los tiempos: “Se cuecen los choclos. Se cortan en tres cortes, en un paño limpio de secan al sol. Secos se muelen y se guardan en un sitio seco”. Algo parecido dice Augusto Merino desde su Cocina Chilena Fina y Fácil (1997), destacándola como mucho más sabrosa que la versión europea, de mayor dama. Desde los recuerdos, Eugenio Pereira Salas en sus Apuntes para una Historia de la Cocina en Chile (1943, reeditada en 1977 y 2007 y en la práctica la “Piedra Rosetta” desde donde hoy parte toda investigación gastronómica criolla), dice: “se preparaba del maíz maduro, que después de un ligero cocimiento al horno lo rompen gruesamente, moliéndolo después entre piedras”.

Paola Ramos.
Paola Ramos.

Salvo Pereira Salas, los autores muestran la preparación urbana, en olla y hecha en casa, muy cercana a la vista hoy en tiendas y supermercados. Bueno, es más práctico comprar que hacer, más allá de los matices del saber hacer casero. Pero ese proceso dista muchísimo de los modos del viejo campo chileno, que puesto ante el trance de la abundancia veraniega versus las penurias alimentarias del invierno profundo, idearon una manera de convertir al choclo en un producto que, casi, casi, diera la vuelta al año. Así aparece la otra chuchoca, la de hoyo.

Dicen que en lo profundo del secano maulino se sigue haciendo tal como se contará a continuación. En los cerros cercanos a Empedrado, cerca de una de las pocas quebradas dejadas en paz por la depredación silvícola -corazón de los incendios de 2017-, reposa un agujero redondo, de poco más de un metro de diámetro y otro tanto más de profundidad. Lo tapan con ramas y tronquitos de pino para que algún ternero desprevenido no pase de largo hacia abajo. Los bordes podrían ser terrosos pero no lo son, más bien la acción de viejos calores los templaron hasta hacerlos, en la práctica, una olla de greda empotrada a mitad de la loma.

Es el recipiente base de la chuchoca de hoyo.

Paola Ramos vive a poco más de un kilómetro de este hito y recuerda las maneras cómo se prepara. “A fines de febrero o a comienzos de marzo, cuando los choclos están maduros, se trae una carreta llena, sin sacarle las hojas. Allí espera mientras se pone fuego de leña en el hoyo durante horas y horas, hasta que en la noche se tiran todos los choclos hasta llenarlo. Se tapa con las mismas cañas de la planta, si es que traen, o con sacos u hojas de nalca. Allí se espera toda la noche que se cocinen bien. No importa si los de abajo se queman -no se sacan las brasas como en los hornos de barro-, la cosa es que deben quedar bien cocidos. Ya en las primeras horas de la mañana se van sacando”.

Y la fiesta comienza: “Se van pelando de a uno. Como se cocinaron y sus propios jugos y el fuego les dio un toque de humo, imagínese cómo son recién salidos. Nosotros traíamos mantequilla y los comíamos ahí mismo ¡Una delicia! Por supuesto como eran tantos y era comida para guardar, les seguimos sacando las hojas y cuando terminamos, los llevamos para que se sequen al sol, extendidos en paños sobre la tierra o arriba de los techos”

Luego y en invierno, allá por los cerros de Empedrado, la chuchoca se prepara de dos maneras: “se muele y se prepara con las cazuelas de pollo o de pava, o se usa el grano entero, se rehidrata y se cocina en guiso con porotos y dados de cuero de chancho”, recuerda Paola, que ya hace rato está hablando desde el pasado.

Es que no se trata de hechos recientes los de su chuchoca de hoyo. Ella sabe, tanto como su amiga Bernardita Sepúlveda, reconocida recolectora de setas en la zona, que existe gente que lo hace, aunque su relato suena más a un comentario a oídas escuchado por ahí. Sí saben que en su zona desde al menos 30 años a la fecha que esa preparación-fiesta del verano, con extensión hasta lo profundo del invierno, no se realiza: “es que la gente que cultivaba choclos ya no está; se ha ido muriendo y los campos los más jóvenes no los trabajan porque prefieren irse a la ciudad”, dice la vecina. A la distancia, los potreros verdes, rodeados del bosque exótico que amenaza permanente, le dan la razón.

Tal vez, quizá, dice Bernardita, se podría repetir esta ceremonia durante la temporada estival. En ese febrero lleno de actividades y de visitantes ansiosos de un par de días de campo a la chilena. Gente que gozaría de una buena mazorca humeante de vapor con aromas ahumados, del tueste dulce del choclo fresco, recién salido de ese hoyo que por estos días es solo silencio en un Empedrado rodeado de calor y por miles -o millones- de pinos. Mientras unos todavía aseguran que la cocina chilena circula de simplona por el mundo, desde el campo los recuerdos de estas maneras de comer y de hacer durar la comida, refutan muchas de aquellas afirmaciones, hechas desde la incomprensión. Pasar desde una práctica culinaria nacida desde la necesidad, a los bordes de lujo artesano con matices de puro sabor maulino y centrino, hay menos pasos de los que se creen.

 

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