Por Gonzalo Rojas Aguilera*
“Pasado algún tiempo el vino se pone bueno, según me lo han asegurado muchas personas y se hace consumo de él conservando siempre dentro el animal. No es de extrañar, pues, que para disimular estos sabores era costumbre condimentar el mosto al momento de la fermentación con la adición de cáscaras de naranja o de limón, pimienta, clavo de olor o maqui”. (Claudio Gay)
Quizás hoy en día para algunas personas pueda resultar particularmente confuso el poder distinguir entre los tipos de vinos actuales que se comercializan en Chile. Tintos, blancos, rosados, dulces de tipo Late Harvest, reservas, premiums, varietales hechos con cepas novedosas como el Pinot Noir, el Carignan o el Petit Verdot; vinos espumosos, fortificados, endulzados, mezclados con frutas o bien maderizados mediante el uso de chips de roble. En fin; todo un mundo de posibilidades para elegir según el gusto y la conveniencia.
En supermercados y tiendas especializadas podemos hoy encontrar vinos hechos a partir de una treintena de cepajes y de todos los precios concebibles. De ensamblajes o bien de terruño, el mercado actual apunta con insistencia hacia la diferenciación y la entrega de valor agregado en cada producto. ¿Cómo habrá sido entonces la oferta de brebajes de uva en tiempos de nuestros tatarabuelos, los primeros chilenos que cosecharon uvas para transformarlas en vino?
La introducción de cepajes viníferos en Chile es de larga data. Provenientes desde el Perú y antes desde México y España, las primeras vides fueron traídas a Chile por orden expresa del conquistador Valdivia, las que habrían llegado a la Capitanía General a través del puerto de Valparaíso o Coquimbo, estableciéndose los primeros viñedos en La Serena y Santiago en 1551 y un poco más tarde, en Concepción (1556). Hacia 1554 se cosecharon las primeras uvas de Chile en la chacra de Rodrigo de Quiroga, en la vertiente oriental del Cerro de Santa Lucía, las cuales habrían alcanzado para “dos botijas de vino con destino para la misa”, según consigna el acta del Cabildo de Santiago de ese año. (Thayer, 1905)
Sobre este punto, el historiador Benjamín Vicuña Mackenna ha escrito: “En los primeros años el vino fue tan escaso, que en 1555 se mandaron a comprar por el cabildo las uvas de los parrones particulares para hacer dos botijas de vino que sirvieran a la celebración de la misa (acuerdo del 9 de marzo de 1555). Poco después, el vino pasó a ser nuestro primer articulo de exportación durante todo el siglo XVI”. (Vicuña Mackenna, 1868)
Ya en 1556 existían en este “Reino de Nueva Extremadura” incipientes viñateros, entre los cuales se ha destacado a Francisco de Aguirre, amigo y lugarteniente de Pedro de Valdivia y fundador de la ciudad de La Serena, la segunda más antigua de Chile. En el valle del Maipo, entre 1551 y 1556 florecieron las plantaciones de Rodrigo de Quiroga, Rodrigo de Araya, Diego García de Cáceres, Inés de Suárez y Juan Jufré, este último, un soldado que acompañó a Valdivia en la Guerra de Arauco y que murió como encomendero en su estancia de Ñuñohue. La producción de uvas en Chile se consolidó con relativa premura y como hemos tratado en artículos anteriores, el prestigio del vino chileno tiene un origen que se remonta varios siglos atrás.
En términos cualitativos, los vinos chilenos coloniales abarcan un amplio espectro de categorías que dan cuenta de las bondades de los climas templados mediterráneos del valle longitudinal desde Copiapó hasta el Bío-Bío, de igual forma como evidencian en muchos casos la falta de conocimientos medianamente sofisticados de vinificación y la despreocupación en ocasiones casi total por métodos básicos de higiene, los que hoy en día, nos resultarían simplemente repugnantes.
En el Chile colonial solían producirse vinos de muchas clases, que distintamente se les nombraba con términos traídos desde Europa o bien tomados desde lenguas nativas. El arrope, por ejemplo, es quizás el más típico de los brebajes coloniales.
De origen sefardí, igual que el término, solía ser una especie de jarabe de vino, obtenido a partir del cocimiento del mosto de uva en cuyo proceso se evaporaba alrededor de una tercera parte del líquido, permitiendo una concentración de los azúcares y determinando una consistencia empalagosa. Conocido también como “vino cocido”, era utilizado principalmente como correctivo de mostos en descomposición y como vino de fiesta, bebido en ocasiones importantes.
El mosto, el más abundante de los vinos de la Colonia y el que más se asemeja a los vinos actuales, era simplemente el zumo fermentado de uvas, principalmente tintas, mediante un proceso bastante artesanal que incluía el pisado de la uva por los pies de los peones y su conservación en tinajas de greda selladas con cal, lo que dificultaba su sobrevivencia más allá de un par de semanas, por lo que más tarde se iba “arreglando” con arrope o bien se le iba transformando en “vino aliñado”, donde los respectivos aliños eran escogidos según la temporada y el gusto de los consumidores. No obstante, con el tiempo se fueron identificando supuestos “usos medicinales” atribuidos a ciertas mezclas (similar a lo que hoy conocemos como “vinos salutíferos”).
Entre los más corrientes estaban los vinos aliñados con eneldo, anís, apio y perejil, utilizados como soporíferos, diuréticos y mejoradores de la digestión de los alimentos. Laurel, ruda y poleo solían ser utilizados en la mezcla con vino cocido para combatir el resfrío, las tercianas y los fríos invernales. También como antídotos a las picaduras de culebras y otros reptiles.
Para estreñir el estómago se añadían peras cocidas al vino, o bien podía prepararse un brebaje a partir de un cocido más pétalos de rosas, miel y azafrán, preparación cuyo origen se remonta curiosamente a la antigua Grecia, donde este exquisito manjar era preparado para recibir a los visitantes. Los vinos aliñados de uso frecuente eran también los mostos mejorados con cáscaras de naranja o limón, con membrillos maduros o con caquis y chirimoyas. La añadidura de frutas resultaba ser en muchos casos una verdadera necesidad, dados los métodos reñidos con la higiene que solían utilizarse, como incorporar animales muertos o trozos de carne fresca a los mostos para acelerar su fermentación.
Otro de los vinos coloniales más corrientes, además del arrope o cocido, el mosto y los vinos aliñados, era el “vino chacolí”, cuyo nombre fue tomado del vasco “Txacolín”, y que al igual como se hace en Vasconia hasta nuestros días resulta ser un vino producido a partir de uvas verdes, de alta acidez, con sabores descritos como semejantes a cítricos, hierbas y algunas flores. Se servía escanciado y puede suponerse que fue introducido en Chile a finales del siglo XVIII por los inmigrantes vascos que llegaron en gran número al Valle Central.
Los vinos dulces tuvieron siempre un lugar de privilegio para los colonos españoles que poblaban este reino, y dos procesos fueron utilizados con frecuencia para obtenerlos: el asoleado, que permitía obtener el “vino asoleado” hecho con uvas pasificadas tras una espera que podía variar entre quince y veinticinco días, de muy baja acidez y gran dulzor, y el método de vendimia tardía, similar al utilizado en los vinos de Tokay, Sautern y los conocidos Late Harvest. Entre estos últimos el más afamado era el “vino moscatel del Bio-Bío”, cultivado entre el Maule y este río-frontera, que regado solo por las lluvias en el secano costero entregaba uvas concentradas en azúcares, con rendimientos que podían llegar a ser hasta seis veces menores que los que daban las vides en los valles del Maipo o el Aconcagua.
Este vino moscatel era elaborado con cepas traídas desde Italia durante los primeros siglos de la Conquista, de las que se ha conservado en gran número la uva moscatel de Alejandría, cuyo mosto era también utilizado para la producción de aguardientes de uva, ancestros del Pisco.
Entre los vinos, o más bien fermentados de uva de menor categoría, pero muy populares en tiempos de la colonia española en Chile, encontramos a la “chicha de uva”, la conocida laxante de fiestas patrias y el “vino sancochado”. “Chicha” es una palabra amerindia muy antigua, que algunos etno-historiadores han identificado con la cultura azteca, puesto que en el idioma náhuatl existe la palabra chichiatl, que significa literalmente “agua fermentada”, compuesto por el verbo chicha que podría traducirse como “agriar una bebida”) y el sustantivo utilizado como sufijo –atl, que significa “agua”. Otros la han identificado como una palabra de los Andes Centrales, anterior inclusive a los Incas que, nace de la fermentación del maíz en contacto con la saliva humana en un proceso artesanal que existe hasta nuestros días en países como Bolivia, Perú y Ecuador y suele corresponderse con el término “Chicha taqui”.
Según la Real Academia de la Lengua Española, la palabra “chicha” deriva de la palabra “chicab”, que el lengua Kuna (indígenas de Panamá y Colombia) quiere decir “maíz”. En Chile, los mapuches acostumbraban hacer chicha de pehuén o piñón mediante los mismos métodos, pero ya en tiempos de la Colonia se había popularizado en las “ramadas”, “chinganas” y “fondas” de las ciudades y sus alrededores, especialmente para las fiestas, donde la chicha era fabricada a partir de uvas frescas, como un fermentado de zumo de baja graduación alcohólica y acidez, muy refrescante, de abundancia y bajo precio.
“(…) Las fondas o chinganas eran los lugares de entretenimiento del bajo pueblo, establecidas en terrenos abiertos o en sitios más o menos privados. Allí se reunían en los días festivos para gozar extraordinariamente, haraganear, comer buñuelos fritos en aceite, y beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música bastante agradable de arpa, guitarra, tamborín y triángulo, que acompañaban las mujeres con canciones ya amorosas o patrióticas. Los músicos se instalaban en carros generalmente techados con caña o paja, y tocaban sus instrumentos para atraer compradores a las mesas cubiertas con tortas, licores, flores, etc., que los parroquianos compraban para su propio consumo o para las mozas a las cuales deseaban agradar” (2).
Finalmente, el último de los vinos de usanza colonial que destaca es el “vino sancochado”, una verdadera especie de “reciclado de vino”, que se elaboraba a partir de la chicha sobrante y el arrope o cocido. Eventualmente, solía agregársele frutas y hierbas que paliaran su gusto deficiente, no obstante en numerosas fuentes coloniales es mencionado como un “amigo” recurrente de fiestas populares del vino.
Si bien existen otros vinos coloniales que la Historia nos ha legado, al menos como referencia documental, los aquí expuestos son los principales. Ya con la llegada de la Independencia y la República, estos vinos o bien, la mayor parte de ellos, fueron paulatinamente cediendo su paso a las formas más modernas de producción y consumo, que al amparo de Francia y la España de los reyes Borbones fue popularizando en Chile los denominados vinos “tipo”, imitaciones folclóricas de vinos tradicionales europeos que en nuestro país adquirieron fama como “tipo sautern”, “tipo burdeos”, “tipo champaña” o “tipo jerez”. O bien los clásicos “vinos navegados”, el “borgoña”, los “vinos pipeños”, el “ponche”, el “vino jote” (Vino tinto más coca-cola), “vino fresco”, el “vino afrutado” (vino blanco corriente más jugo de fruta o sucedáneos) y el “terremoto”, una especie de pócima azucarada muy popular entre las clases menos educadas del país.
NOTAS:
(1) En Claudio Gay, Agricultura Chilena. Edición facsimilar de la Historia Física y Política de Chile, introducción, bibliografía e iconografía de Sergio Villalobos, R., Santiago, ICIRA, 1973, 2 vols. II, 201-202; José del Pozo, Historia del vino chileno, Santiago, Editorial Universitaria, 1998. Pp. 198-199.
(2) En Feliú Cruz, Guillermo. Santiago a Comienzos del Siglo XIX. Crónica de los Viajeros. Ed. Universitaria. 2008.
* Gonzalo Rojas Aguilera es Director Ejecutivo de Vinífera y Vinífera Editorial. PhD© en Estudios Internacionales de la Universidad de Santiago de Chile, Historiador de la Universidad de Chile, con estudios de maestría en Estrategia Internacional y Política Comercial. Certified in Challenges of Global Poverty, Department of Economics of MIT, USA. Certified in Food Security and Sustainability, Wageningen University, Netherlands.