Tendencias gastronómicas en Chile: una panorámica de un cuarto de siglo

Detalle portada revista Gourmand, septiembre de 1997.
Detalle portada revista Gourmand, septiembre de 1997.

Por Carlos Reyes M.
Publicado para revista LA CAV, septiembre 2022

En septiembre de 1997 la revista chilena Gourmand anunciaba 15 gramos de trufa negra del Perigord por $ 16.500 pesos de la época (algo más de $ 40 mil hoy); comentaba el peligro de extinción del esturión del Caspio y anunciaba que pronto viña Carmen tendría su primer vino “ecológico” de la mano de un joven enólogo llamado Álvaro Espinoza. También que Barón Philippe de Rothschild trabajaba en un vino en alianza con Concha y Toro (Almaviva) y que Pablo Morandé se preparaba para lanzar, en la feria Expogourmand los vinos de la viña que lleva su nombre, incluyendo “una especie de trabajo de enología arqueológica” mediante cepas como carignan, cinsault, romano y malbec, entre otras. En ese mismo evento LA CAV se presentó en sociedad, como parte de una oleada renovadora en ese Chile enogastronómico alimentado por un ciclo de crecimiento con rugido de jaguar -o eso se creía-, con la consiguiente hambre, literal y metafórica, por conocer y sobre todo disfrutar de la buena mesa.

Restaurant Termas de Cauquenes de René Acklin, 2004.
Restaurant Termas de Cauquenes de René Acklin, 2004.

Un cuarto de siglo más tarde son casi un centenar los productores de trufa negra repartidos entre Santiago y Lago Ranco. En Malloco y Parral funcionan dos pisciculturas donde retozan sin prisas, miles de esturiones alojando un caviar que ya ofreció sus primeras producciones. La ola biodinámica del vino en Chile es una de las más extensas del mundo en términos de superficie cultivada y se confirmó, de paso, el olfato visionario de Morandé padre, en eso de darles cabida a cepas en esos años incomprendidas y ahora parte clave del vino nacional. Y por supuesto, está el Club de Amantes del Vino, que con sus 31 mil socios recibiendo sus cajas mes a mes, lidera lo que hoy es la tendencia mundial del DTC (direct to consumer, directo al consumidor). Aquella figura es algo que va mucho más allá del ámbito de la comida y bebida, a causa del torbellino pandémico.

En 25 años suceden muchas cosas. Pasamos desde los estertores de la nouvelle cuisine a la moda fusión, que luego dio paso a otra de apellido molecular; más tarde el efecto bicentenario azuzó el reconocimiento de lo propio en clave típica, cuyos ecos siguen resonando, para congeniar luego con la preocupación por el medioambiente y el retorno a las raíces culinarias. Aquello conforma, grosso modo, lo presente, desprendiéndose desde allí varios hitos y tendencias, muchísimas. El auge del refinamiento en la panadería, en la cerveza, del pisco, del café; la tecnología para la conservación del vino azuzada por la llegada de instrumentos como el Coravin, una creciente mirada al mar y una nueva oleada de cocineros de competición, forman parte de algunos hitos presentes y futuros de nuestra cocina, algunos más poderosos que otros. De momento.

Plato en cena colaborativa en Pulpería Santa Elvira.
Plato en cena colaborativa en Pulpería Santa Elvira.

Saliendo del restaurante. Si los ’90 fueron la década en que los chef comenzaron a dar la cara más allá de la cocina, la del 2020 es la de la diversificación de sus modos de trabajo. Para los cocineros es cada vez más difícil manejar un comedor tradicional, lo mismo que para los clientes pagar sus valores en carta. Es por eso que han surgido alternativas: eventos donde los chefs van saltando a las cocinas de sus colegas, enriqueciendo sus propuestas en formato menú de tres, cuatro o tantos más tiempos. Jornadas de cocineros a cuatro o más manos, han pasado a ser pan de cada día a lo largo del país, apuntalados por cruzas con músicos, artistas plásticos, improvisadores de historias, de la que perfectamente se podría hacer una cartelera semanal. Ejemplos sobran como Pulpería Santa Elvira, donde cruzan experiencias mensualmente profesionales gastronómicos de diverso tipo. Puede ser en restaurantes, quinchos o cocinas como el showroom de la tienda Miele, en Vitacura, bajo la figura de productores gastronómicos como Vicente Infante. Allí suelen mostrarse nuevos cocineros, sin restaurante fijo, apátridas del comer que trabajan donde quiere, donde pueden. Eso tienen común profesionales como Carmen Muñoz, desarrollando un camino personal de aire chilote desde Ancud; o el más experimentado Manuel Subercaseaux, quien desde Mar Rodante, explora los sabores que ofrece el pacífico a la altura de Valparaíso. Un enjambre de estilos y personalidades, que se necesitan entre sí para seguir adelante.

Plato restaurant Willimapu.
Plato restaurant Willimapu.

Más pequeño, mejor. Los galpones del Persa Biobío son el gran laboratorio culinario de Santiago, cimentado como tal durante la década pasada. Allí es la tierra prometida de muchos quienes comienzan: locales mínimos en tamaño y servicios, donde se peregrina cada sábado y domingo. Ese es el mejor ejemplo de una serie de locales similares repartidos por el Santiago gastronómico: no más de 50 personas, menús o cartas acotadas en todo sentido, reconcentradas en conceptos que en Francia suelen llamarse neobistró. Un fenómeno creciente, en barrios donde la losa del costo del metro cuadrado pesa menos. De Raíz de Kurt Schmidt se cuenta entre aquellos, Veneno negro en los bordes de Barrio Italia, aparte del más reciente Cora Bistró, de notable tándem comida-vino liderado por Manuel Balmaceda; en tanto Willimapu o Demo son estelares en galería de arte La Curtiembre del galpón Víctor Manuel, cercana a la colaborativa expresión de Factoría Franklin donde resalta Barra de Pickles. Ejemplo extendido a regiones con la reinvención de Tres Peces en Valparaíso, El Abasto en Rancagua o cocinas pequeñas pensadas para el turismo como Lorenza, en el centro de Pucón. El “menos es más” es parte de un presente con sabor a futuro.

Delivery restaurant indio Rishtedar.
Delivery restaurant indio Rishtedar.

Comer en casa. El delivery de comida hace rato que es un género con ideas propias. Ya no solo rivaliza con la comida de restaurantes sino también con el comer casero. Es cosa de tiempo para que consolide pasos hacia lo gourmet, como ocurre en lugares como Hong Kong, donde Bento Yaki, empresa creada en mayo de este año, lanzó una cajita que suma un recipiente de aluminio, con dos pastillas de carbón, que una vez encendidas crean la suficiente brasa para cocinar delgadas lonjas de carne cruda de vacuno. Un formato que va más allá de empaques coloridos de sitios como Japón o Rihstedar en Santiago; o bien como las parrilladas selladas al vacío, ensayadas en el peak de la pandemia por lugares como Los Buenos Muchachos. Se trata de una señal poderosa respecto al refinamiento de una manera de comer que llegó para quedarse, de la mano de las decenas de cocinas escondidas iniciadas por Rocoto en 2011, nacida como una tímida alternativa de cocina peruana lista para comer a domicilio. También las virtudes de la tecnología apuntalan la experiencia gourmet casera, como la iniciativa Oído Mi Chef, que enviaba todos los insumos -desde productos frescos a copas de cristal- para ser cocinados online por una guía de cocineros expertos. Las fórmulas solo tienen el techo de la imaginación.

Asia mía. Muchísimo ha ocurrido desde que en 1978 abrió el primer restaurante japonés en Chile. Es un punto de no retorno de lo oriental: en los ’80 surgen los comedores chino-cantoneses -existían desde antes pero no tan masivos- o en los ’90 los sabores indios de Majestic, en 2000 con Manna deburando con lo coreano en Patronato, o en 2008 al subir la cortina el tailandés Lai Thai en el barrio Biobío, iniciando una cocina en clave pop del estilo. Aquellos ejemplos, sumados a la profusa información en red -basta ver Netflix al respecto- sobre cocinas de inconmensurable diversidad, de una eterna aura de misterio en sus sabores y preparaciones -mediatizadas por Estados Unidos o por el nikkei peruano- y el acceso a ingredientes que van desde la soya a virutas de pescado desecado, inundaron los anhelos e imaginación de una extensa y transversal camada de cocineros y empresarios. Destacados como Benjamín Nast -Demencia, De Calle-, veteranos como Minsu Bang -Ichiban- o Marcos Baeza -Emporio Japonés- hasta llegar a emergentes chef como Nicolás Tapia de Yum Cha -uno de los comedores del momento- viven de influencia desde sus productos, la técnica y finalmente, los modos de ver la vida culinaria desde el otro lado del Pacífico. Una noticia en desarrollo.

Plato vegano restaurant De Raíz.
Plato vegano restaurant De Raíz.

Vegetal. En Chile poco se recuerda que cuenta con el restaurante de cocina vegetariana más antiguo -y el primero- de Latinoamérica. Los aires caseros de El Naturista (1927) son legendarios pero aislados durante décadas. Solo durante la última década o en realidad, desde inicios de este siglo, la variedad de las comidas sin proteína animal comenzó a pisar fuerte. Hoy hasta el más carnívoro de los restaurantes -las parrilladas por ejemplo- cuentan con un segmento sin carnes, sustentado por un cambio generacional que opta por dejarla de lado por razones éticas o estéticas, abrazando sobre todo el veganismo como emblema. En estos tiempos, con una alta presencia de emporios, comedores de comida rápida -la puntarenense Mammaterra-, la primera empresa unicornio nacional -NotCo- y otras de notable potencial -The Live Green Co.-, el camino desde una cocina refinada ha sido más bien largo. La renovación del legendario El Huerto, la cocina ligera de Verde (ex Verde Sazón) o el avance vegano desde lo oriental de Indian Box, que abrió un nuevo espacio en Parque Arauco, o experiencias como la ya nombrada De Raíz, son señales de que prescindir de la carne, bajo claves más gourmet, es posible. Y necesario en la medida que sus consumidores crecen. Otrosí, el futuro: las algas están pisando fuerte en aquella tendencia.

Entrecot de restaurant Mu, Antofagasta.
Entrecot de restaurant Mu, Antofagasta.

Vacuno elite. Culturalmente el Cono Sur la lleva en su ADN el vacuno. Y en clave gastronómica existen procesos de cocción lenta, tendientes a la especialización. Cortes del tipo tomahawk, arracheras, teclas de lomo, puntas de ganso puestos en tiendas ad-hoc a la modernidad imperante, desplazaron al carnicero del barrio. También las razas pesan, desde ya estelar Wagyú japonés o las más conocidas Angus, Hereford y su híbrido Bradford. La idea de origen se ha refinado. Las vacas que pastan en praderas naturales de las provincias de Osorno y Llanquihue, generan quizá los mejores ejemplares, en sabor y seguridad alimentaria, de Chile y más allá. La provisión de vacuno premium argentino aparece en sitios como Rubaiyat -de capitales brasileños-, mientras que la franquicia peruana Carnal apuesta por importar desde Estados Unidos, donde imperan usualmente cortes de altísima grasitud – ¿alguien ha probado sus entrañas?- y a veces controversiales por sus técnicas de alimentación de los bovinos. En regiones permanece el ejemplo de Mu Antofagasta Grill destaca, aparte de marcas como Santa Brasa han cimentado su vocación de cadena, algo parecido sucede con La Cabrera, cuya marca nacida en Buenos Aires y extendida en algunos lugares en Chile, pronto tendrá sucursal en Madrid, España. En el mundo, el fenómeno de la elitización suma puntos (miren cuánto vale ya un buen corte para la parrilla) y se piensa que al final de la década será moneda común la carne criada en laboratorio. Todo para seguir disfrutándola.

Anita Epulef, en Curarrehue.
Anita Epulef, en Curarrehue.

Ser local. Recoger insumos lo más cerca posible de la cocina, ha sido una de las marcas de agua de los últimos años. De a poco se toma conciencia de las bondades territoriales de un Chile que posee uno de los pocos climas mediterráneos del mundo, desplegando una paleta de vegetales verdes, de granos y legumbres, carnes y la todavía insondable despensa marina. Productos únicos, listos para ser aprovechados por su sabor al territorio (o maritorio) los acoge. En aquello influye el reconocimiento a la cocina tradicional, de norte a sur, que toma vuelo sobre todo en regiones, de la mano de profesionales como Lorna y Carmen Muñoz (Chiloé), Leonelo Cuevas (San Pedro de Atacama), Anita Epulef (Curarrehue) o Rubén Tapia (Talca), entre tantos otros. Esa chilenidad se cruza con la creciente búsqueda de productos de recolección, endémicos, como setas y vegetales silvestres, para transformarlos en miles de posibilidades al plato como sucede en Boragó, cuartel general de Rodolfo Guzmán y factótum de influencia durante la última década y media. Otros profesionales formados o influenciados por otros cocineros legendarios, como el ya retirado Carlos Meyer o el aún vigente Guillermo Rodríguez, también acentúan aquella tendencia, esta vez desde la vereda del rigor clásico, como sucede con Álvaro Romero (La Mesa), Antonio Moreno (Forá), Francisco Guzmán (Casa Higuera), Rodrigo Acuña (Alto Atacama) o Cristian Balboa (CB Gastronomía), entre otros como el aporte desde España de Sergio Barroso (Olam). Una vuelta de tuerca a la visión tradicional de la cocina de mercado.

En la medida de lo sostenible. Lo anterior tiene conexión con la creciente preocupación -organizada o no- de cocineros y consumidores respecto de los efectos de, por ejemplo, el uso de envases plásticos de un solo uso, el excesivo desperdicio de alimento útil, la huella de carbono de los productos importados, la necesidad de consolidar los conceptos de seguridad y soberanía alimentaria, la vuelta a la recolección o el vegetarianismo en todas sus formas copa lentamente la escena y la agenda gastronómica. Todos estos factores convergen en el concepto de sostenibilidad, ambiental, social, económica, que busca enriquecer desde la ética, como condimentos implícitos de una revolución en ciernes. Los procesos de ayuda para el comercio justo, desplegados por fundaciones como Cocinamar, pensadas en la reducción de las cadenas de comercio entre el productor y el restaurante; la producción limpia certificada en comedores top como Olam, el rechazo de algunos cocineros al consumo de ciertos productos como el salmón por sus prácticas reñidas con el medioambiente en Chiloé, son algunas de la señales de un cambio epocal, desde una mirada de sabor.

Brindemos por la coctelería. Una potente generación de cantineros, de bartender, como quiera llamarles, corre desde Arica a Punta Arenas. Un círculo virtuoso coctelero, iniciado de un lado por el surgimiento de una amplísima gama de destilados y licores de factura nacional: piscos, gin, whiskies, absentas, vodkas y otros tantas etiquetas indefinibles por su naturaleza como el sureño Trakal. Eso sin contar con la avalancha de productos importados que viene a enriquecer paladares, mediatizada luego por iniciativas educativas como Bar Academy, que este año cumple dos décadas de vida. Desde esa y otras aulas han salido cientos de profesionales, que abrazaron las barras con fervor y disciplina etílica, para crear por ejemplo enclaves emblemáticos como Siete Negroni, Nkiru, el renacido Hidden Bar de Santiago Centro, La Providencia, entre tantos otros. Si la cocina ha sufrido un retroceso debido sobre todo a los vaivenes pandémicos, es la coctelería la que ha sostenido el vigor creativo de la escena gastronómica de los últimos años en Chile.

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