
Carlos Reyes M.
Publicado en revista LA CAV, febrero 2022.
Y de pronto, un picaflor grande, más bien enorme, vuela desprejuiciado, chupeteando el néctar de unas flores alzadas sobre la terraza que mira directo hacia un manchón de bosque nativo, uno de los pocos que quedan desde Laguna de Zapallar hacia adentro. “Es un picaflor de Juan Fernández, de los que liberó el doctor (Federico) Johow en la plaza de Zapallar”, comenta Augusto Merino deslizando con sutileza sus casi 30 años habitando la zona, hoy de manera definitiva. Eso ocurrió hace más o menos un siglo, cuando “esta zona era un enclave alemán, distinto a Papudo que era de españoles. La diferencia está en que estos últimos construyeron una línea tren para conectar La Ligua y el ferrocarril norte. Entonces se hizo más popular y los primeros permanecieron aislados, encerrados”, cuenta el avezado crítico gastronómico de El Mercurio, conocedor de varios de los rincones comestibles de esa costa central norte donde, en este momento, pasan cosas.
Podría haber quedado algún resabio germano en la cocina zapallarina. Algún restaurante, quizá un plato, pero no. Apenas un par de lugares se enseñorean en aquel balneario de frescor perpetuo, producto de un microclima donde la vaguada costera intensa sigue verdeando los cerros aledaños. El Chiringuito domina la caleta, con una lista de platos tradicionales marinos donde lo que más resalta es lo alto de sus precios. Una reineta a la plancha con agregado puede superar con largueza los 20 mil pesos; eso a cambio de comida de aire marino sin aspavientos y de una terraza envidiable ampliada por la pandemia. Por eso y por otros tantos motivos más vale otear el horizonte hacia lugares diferentes, aunque se vienen novedades en este rincón costero, si se atiende al anuncio de Barrio Las Cujas, un complejo donde una treintena de locales, restaurantes, cafeterías, tiendas de vinos y de diseño, se instala durante esta temporada, justo en el hermoso sendero que da nombre a esta iniciativa, entre Zapallar y Cachagua.
Eso sí, vale la pena comenzar por la parte norte de aquel litoral. “Donde siempre han existido cocinas populares”, dice el cronista gastronómico. Vale decir, generosas de porciones y donde la simpleza culinaria forma parte del decorado. Está el aire caletero de Don Rola, en una vieja casa cerca de la plaza insinuando eso de “antigüedad es rango”. Sin embargo es la versatilidad de Fuente Papudo (@fuente.papudo) más que llamativa. Los tonos naranjos de un salón medio bar, medio fuente de soda, rescatan el aire popular de una vieja sede sindical.
Ese ambiente aparece en la propuesta comandada por Nicolás Torres, Niko para los amigos, músico de bandas como Entreklles, Los Petinellis y líder de Silvestre. A ese arte le suma el de ser un buscador gastronómico en clave popular. La carta es menuda y concentrada en sándwiches generosos y en papas fritas cortadas en casa, a modo de ejemplo; aunque es la pasión por el piure lo que resalta sin lugar a dudas. Empanadas, dos mariscales -uno frío y el otro caliente- más una versión de bloody mary resaltan el rojo intenso del marisco y exploran en su sabor profundamente yodado, que concita amor y odio por partes iguales. Para ellos es raro, pero si se pide descorche, lo harán sin problemas.
Laguna superstar

“En los últimos 10 años ha habido una explosión de alternativas”, reitera Augusto Merino, refiriéndose a una zona mixta de alto interés. De un lado, Laguna de Zapallar pertenece a la comuna del mismo nombre, mientras que pasado el humedal y el curso de agua vecino aparece Maitencillo, que a su vez forma parte del municipio de Puchuncaví. Su cercanía los hace pares, al menos en su ambiente y en la cantidad de opciones gastronómicas que ostentan. Y pese a que las camionetas y las SUV atosigan yendo y viniendo por una costanera estrecha, en sus alrededores aún se siente un aura de balneario de clase media, accesible, tranquilo en gran parte de su entorno. Por mucho que la presión inmobiliaria devele condominios y edificios cada vez más altos -y caros- aún sus calles sin veredas, con arena, junto con el aire marino salado, le aportan un plus, incluso en los días más álgidos del verano.
Está en todo lo cierto Augusto Merino: aparecen alternativas gastronómicas de diversa complejidad. Frente a la playa de La Laguna, los carteles azules de Donde Gastón rompen cierta monotonía visual. Una residencia familiar, la de don Gastón Escobar y familia, lleva un ideario de corte tradicional a un grato nivel, de buena sazón y productos frescos: Machas a la parmesana, pulpos a la parrilla, generosas y blandas unidades de locos al natural, sumado a ensaladas y platos de la casa como la Corvina don Mauricio, de salsa atomatada sobre un pescado a la plancha, que inaugura una larga lista de nombres: Reineta don Aquiles, Camarones de los Quiroz, Rollizo Juan Manuel, Cebiche de los Jara. Nombres de amigos y cercanos que conforman buena parte de su carta. Los precios son altos, ojo, aunque la calidad suele estar a tono con esos costos. Aceptan descorche además.
Claro, es la vista a la playa y al mar lo que se paga, así que yendo por Carlos León Briceño, la vía principal de Laguna de Zapallar, surgen juegos de taca taca y video, más pensados en cuarentones o cincuentones que para los niños del presente. También y en mayor proporción, restaurantes diversos en tamaños y formas, más económicos respecto a los que dan cara directa a la costa. Ahí destacan cocinas distendidas, con ingredientes sencillos y sin más aspavientos que comerse la frescura del mar. Dos Salmones (@dossalmones) es uno de ellos, luciendo desde parmesanas de mariscos, tablas para compartir, tiraditos de pescado, hasta cebiches en varias versiones puestos a la vez. Destaca una larga lista de wraps, masas enrolladas con rellenos diversos. Del otro lado, aparecen sitios pequeños, cotidianos, como los de Laguna Gourmet (@laguna_gourmet). Es de esos lugares hechos a pulso, con una terraza donde caben apurados unos 40 comensales, con una carta escrita en papeles blancos, a mano, que pasa de mesa en mesa dando cuenta de un puñado de recetas divididas en entradas, fondos y postres. Se elige uno de cada uno y por $ 12.900 se puede comer con estilo y cuidando el bolsillo, más allá de que los precios han subido considerablemente de un año a otro. Ya van a ser seis temporadas desde que Claudio Silva y su esposa Patricia Kelly recolectaron su experiencia como cocineros y anfitriones, expresándola desde la independencia. Una deliciosa Croqueta de corvina a la española, una Reineta con salsa de camarones con papas leonesas y un Flan de vainilla perfecto en textura y dulzor, corroboran ese esfuerzo culinario y familiar. Otrosí: descorche por $ 5.000.

A pocos pasos hacia la playa, uno de los patios de comida que rondan por la zona destaca una cocina estrecha y colorinche, donde se despacha cocina mexicana sabrosa y comedida en picor, pensando en el paladar suavizado del público, que de todas maneras se deja caer por sus pequeñas mesas. La de Chilango (@chilangochile) es una historia larga, con Sebastián Forno, Santiago Colvin y Leonardo Rancusi como socios y protagonistas. Partieron en uno de los bordes intensos -gastronómicamente hablando- del barrio Patronato hace 11 años, hasta que en 2019 se lanzaron a la playa maitencillana. Eso sí, era un lugar más grande, que tras la pandemia mutó casi a un kiosco. Son vecinos de una cafetería, una cebichería y un emporio, creando una comunidad que hace simbiosis en las mesas compartidas entre sí. En su oferta, los tacos al pastor, con carne de cerdo bien sazonada y con toques de piña sobre tortilla de maíz, es una de las alternativas destacadas, buscando “replicar la sensación de la cocina callejera del D.F. mexicano”, dice Forno, donde hacen todas las salsas en casa, hasta el tabasco.
A modo de postdata: La Heladería de la Laguna (@laheladeria.de.laguna) lleva década y media como un pequeño enclave de producto de calidad. Helados suaves, de sabores definidos -donde la fruta es fruta-, sin excesos azucarados ahí donde se puede, dan cuenta de los logros de Ana María Gyori, quien desde 2007 alza calidad sin muchos contratiempos. Y con barquillos crocantes, ligeros, ideales para sumarle sus sabores.
Maitencillo diversos hasta más allá
Hay variedad a lo largo de las curvas sorpresivas y contrahechas de la costanera de Maitencillo. Comparten experiencias, espacios donde el tiempo se ha detenido, otros dominados por el ímpetu de la novedad o bien transformados por completo, pensando en cambiar para ser los mismos. Vamos viendo.
La parte recta de aquella vía aloja clásicos. Desde las pizzas de masa delgadísima de Tío Tomate, hasta lugares predominantes por décadas, hoy con nuevos bríos. Eso viven en La Canasta (@lacanasta.maitencillo). Van para los 34 años de vida, bajo ese influjo de casa en el árbol, casi un club hecho de madera, lleno de recovecos refugio de miles de historias veraniegas. El impulso de sus nuevos socios, los hermanos Richard y Enzo Franjola junto a sus esposas Roxana Mena y Lorena Herrera, desde la temporada pasada buscan reencantar a los viejos clientes, captando a otros tantos. La pandemia les reportó, más que problemas, la posibilidad de crecer con una nueva terraza, aparte sumar platos como pulpos a la gallega y una lista de opciones veganas, entre otras.
Conforme se avanza hacia el sur, se suman tradiciones, más allá de la caleta de pescadores donde acumula pescado del sur, alguna pesquería de roca y merluzas comunes, aparte de buenas almejas. Por ejemplo: ¿dónde comerse una empanada? El Hoyo es un destino bien a la mano. Una gran terraza con vistas al mar reúne a centenares de personas por un plato al paso, y poco más. Por cierto el queso fluye dentro de versiones de jaiba, machas, camarones, junto con otros platos sencillos tipo Chupe de jaibas, entre otros; aunque la estrella de las mesas es la Empanada de Mariscos Premium ($ 6.900), que sin muchos aspavientos de tamaño, suma camarones, ostiones y locos, con poca sazón como para considerarlo como un atractivo costero. En el ámbito de las novedades, vale acercarse a Mercado San Pedro (@mercado.sanpedro.maitencillo) que es una pescadería que da a la calle principal del balneario.
Basta cruzarla para llegar con un bar y restaurante, mirando a la costa y con mesas al aire libre, con una decoración en azul donde destaca un pulpo como dando la bienvenida al relajo. Esa doble condición de emporio marino y comedor le permite tener a todo evento almejas, machas y ostiones, frescos a la orden, por media docena y por docena, sumado a mariscos en salsa verde, cebiches y tiraditos, que ya forman parte del decorado marino de todo el país.

Ese par de platos se replica en muchas partes de aquella costa, algunos con más garbo que en otros. Esa sensación de elegancia y sencillez aparece en Mar Central (@marcentral.maitencillo). Ser una “Barra marina” es su norte, corroborado precisamente en espacios para comer en mesones de su primer nivel, los comedores interiores, sumado a una terraza a desnivel, toda de blanco, que invita a quedarse luego del almuerzo, disfrutando de coctelería y vinos, mientras la tarde cae dominada por el fuerte oleaje de aquella zona de Maitencillo donde se ubica. La sociedad entre Sebastián Díaz y Andrés Vallarino suma un apetito por la enjundia, la concentración de sabores bajo formatos sencillos, sin perder por eso la distinción estética. La onda importa harto allí.
En su carta, concisa, hay una zona de crudos, otra de fritos y de cocciones del tipo arroz -mejoró muchísimo su versión parrillera con carne y huevo- junto con sándwiches como el Tocomple de camarón, en el que pequeñas colitas de crustáceo -chileno- se sazonan con gracia en un pan lengua. Entre las novedades: Estiradito de zapallo italiano con leche de tigre vegetal y verduras, o bien un Mar profundo, piure en salsa verde con tártaro de pescado blanco del día y aros de calamar tempurizados.

La cocina costera se extiende hacia el sur, en lo que fuera la antigua Tasca de Altamar, hoy convertida en hotel familiar y de aires boutique. Es Mae (@hotel_mae), uno de los poquísimos lugares de la costanera con vista limpia a la playa, gracias al soterramiento del cableado callejero. Hay un estilo más bien clásico y mediterráneo en su comida, servida en un amplísimo espacio donde cabe terraza para 50 personas, más tres ambientes devenidos a comedores. La dupla entre Gustavo Marín como gerente de alimentos y bebidas, sumado a la cocina de Simón Vivar, ha creado en las últimas temporadas una cocina equilibrada entre sabores de la tierra y del mar, buscando resaltar productos nobles, como la de la centolla puesta sobre suaves ñoquis, el de las berenjenas que apanadas en panko, se apilan sobre capas de ricota y chutney de tomate, entre otras variantes.

Más al sur y ya lejos de la costa, se suceden sandwicherías y otros tantos puestos de comida, ninguno tan reconocido como El Caballito de Palo (@el_caballito_de_palo), en el sector de Rungue. Ninguno, tampoco, con tantos cambios en el último tiempo. Lo que fuera el comedor familiar, de cocina campesina e intuitiva de la familia Núñez, dio paso al impulso del mismo cuarteto que también dirige La Canasta. Y vaya que se nota. Un terreno donde conviven estacionamientos generosos, áreas de pasto, comedores al aire libre. También se viene un mercado de artesanía y productos locales con más de 30 puestos que funcionarán durante toda la temporada de verano. Quién sabe si será más. Son más de 300 los puestos en total, los que deben ser atendidos por un equipo liderado por el chef Claudio Salinas, cuya misión es mantenerse a la retaguardia, sirviendo tanto de día como de noche, algo inédito antes de la llegada de los nuevos dueños. La cocina campesina es la que vale, por ejemplo con Pasteles de choclo generosos en cobertura -bien doradita- más recetas que han perdurado por décadas en ese lugar las empanadas de pino, el arrollado, costillares de chancho, o el plato de la casa donde se unen esas variantes porcinas, más prietas y papas.
En esta nueva era miran hacia el mar, con chupes, machas a la parmesana o salmón. Quién iba a pensar, además, que en medio del secano costero se podría tomar un ligero spritz, mientras se esperaban los pedidos. Pues hay coctelería de ese tipo allí, como una manera de guiñar a los nuevos tiempos de una zona, donde sin duda ocurren cosas, muy a tono con el verano.