
Carlos Reyes M.
Los días de Hugo Bruna transitan con tranquilidad aparente por la ladera más verde que contornea Vado Hondo. Es un sector pegado al valle de Río Grande, uno de los afluentes del Limarí perteneciente a la comuna de Monte Patria, justo frente al más conocido poblado de Chañaral de Carén, popular gracias al pisco del mismo nombre. Está a poco más de una hora en auto de Ovalle, formando parte de ese Norte Chico lleno de soles poderosos y noches picadas por el frio precordillerano del semidesierto, apenas templadas en invierno por el influjo de tímidos cursos de aguas. Aunque por estos días la inclemencia de la sequía y algunas jornadas inusitadamente cálidas tienen intranquilos a muchos lugareños. Como a él.
El sosiego es relativo como en casi cualquier campo, entre otras cosas, porque el trabajo suele ser mucho más intenso que en la ciudad. Por eso a sus 73 años, le pesa la necesidad de mantener, casi siempre solo, el par de hectáreas de campo familiar donde vive. Es un paño de terreno doblado por una pequeña quebrada, que hace resaltar en sus laderas parronales de uva moscatel rosada y de “la negra”, como le dice. En realidad se trata de la cepa pedro jiménez, según cuenta un vecino agrónomo que le ha ayudado un poco, hasta donde Bruna le permite, a mejorar su cultivo. En época de cosecha, la gran mayoría de esa fruta va a parar a la cooperativa de la zona, que a su vez la despacha a grandes productores pisqueros. Un poco, solo un poco, lo dedica para elaborar un vino de singular artesanía, que una vez fermentado guarda en unas pipas que ya no dan más de tantos envasados y reenvasados. No se acuerda cuántas veces las ha usado, aunque sí tiene claro que lo que contienen es especial, en esencia porque muchos corren a comprárselo apenas avisa que lo tiene listo.
No se trata de un pajarete, el vino con denominación de origen que ronda por todo el Norte Chico, así como les gusta a muchos grandes actores del rubro: con reglas difusas para el goce de la manga ancha productiva. No lo es, por como cuenta que lo hace. Tras la cosecha y molienda de la uva, calienta al fuego el mosto tal como ocurre con la centrina chicha cocida, pero extiende el proceso hasta conseguir la mitad de su volumen original; luego ese líquido se vuelve a rellenar de mosto fresco y solo ahí comienza el proceso de fermentación.

No es usual esa manera de hacer el vino, al menos no de acuerdo con las consultas hechas a algunos especialistas en esos territorios y en historia del vino (*). El resultado advierte un ejemplar dulce, por supuesto, pero sin empalagos que borroneen su aroma y sabor de fruta en tono uva pasa, con notas de huesillo y fragancia floral trasuntada por la moscatel, a lo que se agrega una untuosidad notable al paladar. Se trata de vino de campo – de ese campo- hecho a la vieja usanza que se convierte en un bajativo ideal, por ejemplo, durante una sobremesa esperando a que el sol se esconda por los altos cerros del valle.
A primera vista, el valle del Limarí no cuenta con esas herramientas tentadoras de su vecino de más al norte, el Elqui. Allá todo comienza con la majestuosa extensión playera de La Serena – Coquimbo, para luego extenderse serpenteando por un valle astromístico, pisquero, ondero gracias a décadas de trabajo promocional. Al sur la lógica es más mediterránea, agroindustrial, sobre todo a la altura de Ovalle; para luego internarse por kilómetros de precordillera y cordillera rural, artesana y de sencillez campesina, donde lo bueno suele esconderse entre casas de adobe pegadas a los cerros y patios dados a secretos alimentarios familiares. Ese paisaje unido al saber de viejos productores como Hugo Bruna, permiten de acuerdo a cada temporada, conocer y disfrutar de un patrimonio vivo. Dulce y vivo.
(*) Anabella Grunfeld, Pablo Lacoste y Gonzalo Rojas.