Carlos Reyes M.
Publicado en LA CAV, septiembre 2019.
Los árboles nativos están todos brotando” dice Guillermo Cáceres mirando el ir y venir de los cerros, que con verdor invernal rodean su casa en Piuco Alto, en lo profundo de la comuna de Empedrado. Guillermo vive en un secano maulino que ha golpeado con saña a sus habitantes durante esta década. Primero el terremoto de 2010 y luego el fuego gigante siete años más tarde. Algo de suerte tuvo salvando su casa; no tanta con el 90 por ciento de sus 150 hectáreas de pinos destruidas por el incendio. A sus 66 años y cuidando a una madre que se asoma a paso lento y curioso ante las visitas, no piensa replantar árboles. Para él no vale la pena esperar una nueva cosecha. Quizá sea mejor idea que la naturaleza regenere la riqueza endémica del lugar, poco a poco y apartando su campo, sin querer, de la lógica atosigante del monocultivo.
Más vale dedicarse a otros afanes cotidianos, más rentables a corto plazo y concentrados en su pequeña bodega. Entre penumbras acumula cubas plásticas, bidones, chuicos, recipientes de madera con usos inmemoriales; diversos tamaños y formas según lo que acumule de su producción viñatera.
Como toda familia campesina minifundista que se precie de tal, las parras productoras están a pocos metros de las vivienda, a mano para echar a andar un sistema productivo que cada temporada se resume en: chicha cruda, cocida, vino; también el orujo para el aguardiente o “alambre de púas” como le dicen entre ellos para despistar; también una mezcla de chicha fresca y destilado, más conocido como María Angélica por esos pagos. De pronto, desde uno de sus depósitos más pequeños, aparece un vino tinto de dulzor evidente, que por lo mismo entrega una textura que evade taninos, resaltando por su final delicado, con notas de higo seco y a la guinda puesta dentro del Estofado de San Juan; sensaciones improbables para un tinto de la cepa. Don Guillermo, orgulloso, da la bienvenida a sus invitados con su mejor producto: el asoleado.
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Se trata de una de las tres denominaciones de origen dedicadas a vinos y destilados existentes en Chile. La primera es el pisco y pocos años más tarde el asoleado se validó a la par con su pariente más cercano: el pajarete de las regiones de Atacama y Coquimbo. El camino para llegar a un marco legal que delimita su producción y cualidades es una historia en sí misma; con algunas imprecisiones y muchas más omisiones.
Mejor no adelantarse. Hay que partir diciendo que el vino asoleado es folclore puesto en la copa. Vale decir, un saber hecho y sostenido por manos anónimas y populares; por campesinos del secano maulino, elaborándolo con las cepas que se adaptaron al territorio, aparte de la ya reconocida país; variedades blancas como torontel, moscatel rosada, semillón. Allá han preservado un saber hacer que alguna vez calzó con los gustos de la elite colonial y republicana.
Investigadores como Pablo Lacoste sitúan sus primeros pasos documentados durante el siglo XVIII, aunque es probable que antes, las órdenes religiosas franciscanas y jesuitas, asentadas en el secano hayan consolidado su saber y posterior fama. Hoy, en la bodega de vinos de la Parroquia de San Alfonso de Cauquenes, pegada a un patio repleto de parras de diverso origen, se hace un vino de misa que, sin rivalizar en calidad con el asoleado, entrega algunas pistas respecto de su génesis.
¿Por qué es tan valioso? Primero requiere de un largo proceso iniciado con la maduración y posterior exposición al sol de la uva; o bien de un resecado en cuelgas a la sombra, a la usanza de los passito y del amarone italiano, pensada para reconcentrar los azúcares de la fruta, aumentando el potencial alcohólico del producto final. Entonces, fatigadas y atosigadas por la transformación hacia el vino, las levaduras mueren, entregando un vino expresivo y a la vez suave por su contenido dulce. Ese proceso requiere de grandes cantidades de uvas, con un rendimiento que alcanza apenas el 10 por ciento del volumen total de fruta utilizada. Esas cualidades permiten una vida larga y un mejor traslado. No se “pica”, pensando antaño en el largo tiempo que requería el transporte de vinos hacia sus puntos de venta. Hasta hoy esa dificultad implícita, lo valoriza entre los mismos productores. Una copa de aperitivo o bajativo, siempre en poca cantidad, pensado para ocasiones especiales y con variantes dependiendo del gusto de las personas. Generoso, muchas veces para las damas; encabezado, vale decir, con
algo de aguardiente para cortar la fermentación, a gusto de los caballeros.
“Se trata del primer vino de élite creado en Chile”, dice el historiador Gonzalo Rojas. “En algún momento los grandes vinos en el mundo eran los dulces. De Tokay, de Jerez, los Oporto y por supuesto el Sauternes. En el caso de Chile estos vinos eran muy famosos. Hay crónicas del siglo XIX donde gente como María Graham o Claudio Gay coinciden en su importancia social y en su calidad, a la par de reconocidos vinos del mediterráneo”, dice. Este vino del secano formó parte esencial del banquete de recepción tras la victoria patriota en la Batalla de Chacabuco en 1817 y ya en la mitad de esa centuria, medios de comunicación mediante, estaba en la cima de su popularidad como vino fino. Se brindaba en Santiago, en Valparaíso –capital financiera de la época-, en Chillán o La Serena, a precios mucho más altos respecto de los vinos secos.
“El que no lea se va de este mundo al otro sin saber lo que es canela”. Acaban de llegarme unas pocas cargas del legítimo mosto asoleado de Cauquenes, verdadero néctar por su sabor, pureza, color y salubridad que experimenta el que lo usa. Es licor que podría presentar con orgullo de regalo a Garibaldi. En Santiago muy raras personas tendrán de él conocimiento por la dificultad de conseguirlo”, publicaba Pedro Silva Barceló el 15 de septiembre de 1860 en el diario El Ferrocarril; cita extraída de la investigación “Asoleado de Cauquenes y Concepción: apogeo y decadencia de un vino chileno con Denominación de Origen”, liderada por Pablo Lacoste y otros docentes universitarios. En ese mismo estudio, plantean que prácticamente de un momento a otro, el aprecio por el vino dulce del secano se apagó, comenzando una larga decadencia.
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“Cauquenes es como Macondo. De repente vamos a preguntarnos si realmente existió, porque a veces la naturaleza se ensaña. Hemos tenido sequías, incendios, temporales; por eso lo digo. Y la gente del secano, acostumbrada a una vida difícil, aguanta y aguanta. Son pocos quejumbrosos. Es una condición asociada al territorio, sobre todo entre las personas mayores”. Lo cuenta con una tranquilidad similar a la de los campesinos por los que trabaja, Marisol Reyes. Ella es ingeniera agrónoma e investigadora en el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, INIA, afincado en la ciudad. Es allí donde se depositó oficialmente y durante
años, el saber hacer del asoleado.
Aquel resguardo tiene relación con su mentado declive. Tras la Guerra del Pacífico el producto dio paso a los vinos franceses, el nuevo gran símbolo de estatus de la élite, no solo criolla sino latinoamericana. Entonces el asoleado volvió a sus raíces, al secano y sus ciudades; a la hospitalidad de los campesinos, pese a que figuras como Gabriela Mistral recibía entusiasta en 1942 como Cónsul de Chile en Petrópolis, Brasil “un cajón de vino generoso de Cauquenes” por parte de Vinex, la agencia antecesora de Vinos de Chile, de acuerdo a datos aportados por el investigador Álvaro Tello. Antes, durante la década del ’30 del siglo XX y ante el ejemplo protector del pisco en 1931, se planteó la opción de proteger los vinos especiales y dulces del norte y sur del país viñatero.
La investigación de título del sommelier Mario Astudillo, oriundo de San Javier, generada en 2016, sirve para detallar la evolución de su resguardo. Sus hallazgos comprueban que la fecha de nacimiento de la denominación de origen se fija en el Diario Oficial el 25 de septiembre de 1937 como Ley 6086, concediendo la D.O. a los vinos generosos de Cauquenes y los vinos generosos y licorosos comprendidos entre los ríos Maule por el norte e Itata por el sur. ¿Quiénes los podían elaborar? Las estaciones experimentales, escuelas agrícolas estatales o productores fiscalizados.
En una oficina de INIA Cauquenes habilitada como bodega, decenas de cajas de vinos de época, reposan a oscuras. Valdría la pena reordenar sus botellas, ponerlas en posición horizontal, cambiar sus corchos resecos. Se trata, en el fondo, de una biblioteca invaluable de profundo sentido patrimonial. Pese a la guarda precaria aparecen joyas de calidad excepcional. Son el fruto de décadas de producción diversa a cargo del ente estatal, donde el asoleado tuvo protagonismo tras la delegación legal de su elaborado. La generosidad de Marisol Reyes permite descorchar y degustar un Asoleado tinto cosecha 1973. En esos tiempos eran cuatro los años de guarda en madera, de seguro raulí, explicitada en la etiqueta como garantía de calidad. A la boca, su tono entre licoroso y taninos casi imperceptibles –es probable que esté encabezado-, los tonos a higo secos, lúcuma y notas terciarias, se suman a una untuosidad delicada y sabores integrados. Vivo y aún más, vibrante.
Desde que dictámenes administrativos impidieron la producción comercial de vinos por parte de INIA, se apagó el entusiasmo por hacer asoleado. Es ahí donde apareció –y aparece- el legado subterráneo y folclórico de los funcionarios de la institución. La porfía del habitante del secano.
– ¿Cómo se mantuvo el saber más allá de la oficialidad del INIA?
“Estaba el maestro José Miguel Sánchez. Era bodeguero y ayudante de Pedro Sotomayor, quien hacía los asoleados de época. Acá habían varios que sabían hacer asoleado. Si tú le preguntas al telefonista de acá, don Sergio Véliz, también sabe. Todos ellos nos explicaron la forma de hacerlo. A veces secábamos, a veces alicateábamos (cortar un trozo de la base del racimo para desecar la fruta en la planta), a veces cortábamos”, recuerda Marisol Reyes mostrando a su vez la última cosecha del maestro Sánchez antes de su muerte: un bien robusto 2013.
Es la gente de campo la que permite la supervivencia del asoleado. Entreverado entre los pinos y las carencias, sigue siendo valorado. Una resistencia que comenzó a llamar la atención en los últimos años.