Aplicaciones de reparto: un villano en la comida

“¿Sabe? Si puede, venga a retirarlo a mi local porque nos conviene a ambos”, dice sin prisa un vendedor de comida árabe de Patronato, con cierta incomodidad frente a las aplicaciones de reparto de comida. Las mastica pero no las traga, como un mal necesario en el intento de aplanar la curva negativa de sus cuentas. Un ejemplo, breve, del sentimiento compartido entre millares de expendios necesitados y a la vez aquejados del protagonismo -o hegemonía- que han cobrado a raíz de la emergencia sanitaria.

Hoy repartir con premura y buena cobertura, es clave para el golpeadísimo oficio de la restauración. Y ahí están Las mochilas-cajas de UberEats, PedidosYa, Rappi, Justo, las principales marcas. De golpe y porrazo se convirtieron en garzones de largo alcance, atendiendo clientes que a su vez reciben comida a ciegas. Ese entramado contemporáneo y digital, nacido entre la cocina pública y la mesa de casa, da espacio para cuestionar la calidad y la ética de un negocio fortalecido por la desgracia producto de la pandemia del coronavirus.

Se trata de una actividad que requiere de un mayor foco de atención y fiscalización en varios planos. De entrada el peaje para ingresar al sistema es alto, a veces impagable. Sin pudor a los locales nuevos se les cobra hasta un 35% de comisión por transporte, un golpe bajo a cualquier aspiración de rentabilidad. En la práctica, casi una forma de usura. Si eres más conocido, produces con cierta calidad y generas altos flujos de pedidos te buscan y te miman, pero nunca por menos del 15% del total del precio a público. Casi como pagar un doble IVA y solo para unos pocos elegidos. Entonces no hay otra opción que cargarle al usuario el valor final; otro ladrillo a la construcción que signa a la cocina pública chilena como una de las más costosas del continente.

En medio de una naciente crisis económica, esa posibilidad se reduce al mínimo.

Otro cuestionamiento es sanitario ¿Qué garantías de higiene aporta cada transportista, que como “socio colaborador” no tiene vinculación alguna con las aplicaciones aparte de una mochila con un logo impreso? Por esa misma “no-relación” ¿Se les provee material de protección personal para sus traslados? ¿Es quién dice ser la persona que llega con el pedido a casa? Lo anterior tiene que ver con denuncias de locatarios y clientes, a los que se les sacan partes de sus pedidos; o derechamente la entrega de cajas vacías sin que existan más opciones que un reclamo en la red sin mucho destino.

En esos casos puede haber una urgencia, ya no de ganar sino de la básica necesidad de comer. Quizá sea una reventa organizada, acicateada por obtener una ventaja mínima en medio de un ambiente radicalmente precarizado. En ocasiones se piden productos desde una aplicación, para que luego alguien lo entregue portando la mochila de otra, de la competencia. Son reflejos del limbo laboral en el el trato entre aplicación y repartidor. Ellos son hasta ahora la parte del hilo más delgado, susceptibles a la continua baja de sus pagos, ignorantes a veces del monto que aportan los clientes por propinas. Quienes reclaman se arriesgan al “mute” de sus cuentas, como ocurrió con decenas de asociados a la empresa PedidosYa, que adhirieron a fines de abril un paro –ojo, de carácter internacional- por mejoras en sus condiciones laborales y por mayor transparencia.

Desde la óptica de la cocina pública, la crisis Covid-19 dio a las aplicaciones de reparto una importancia y visibilidad mucho mayor. Son la primera línea de la distribución al menudeo y ahora se notan muchas de sus costuras. Hasta ahora y de la manera cómo funcionan, siguen siendo un mal necesario; pero sus prácticas y su relación con restaurantes y repartidores, suman condimentos a un caldo de cultivo de descontento social que ya mostró su sabor en octubre pasado. Uno guisado hasta ahora, justificado en la forma por la ambición de quienes usan sin control su posición dominante.

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