Carlos Reyes M.
Las pandemias son hitos extraordinarios. Ahora nos toca vivir una y se aprecia en primer lugar la confusión desde el liderazgo nacional, hoy más preocupado del dogma productivo que del humanismo guía de todo buen gobernante. Se intuye: estamos en el borde de una cornisa cuyo fondo evidente es el Covid-19 y sus consecuencias. También y por lo mismo aparece una incertidumbre lacerante.
En lo que nos convoca, en el ámbito del comer público, hay algo parecido al “pop” hueco del sonido de una burbuja. Sucedió con las empresas punto com en el 2000, o en la industria inmobiliaria internacional hace una década. Es cierto que la baja en la cocina pública nacional, la de restaurantes y en específico la aparecida en la prensa gastronómica, había tenido su avant premiere con la revuelta de octubre pasado. En ese momento ya se le notaron las costuras a las máscaras de un mundo gourmet hipertrofiado. Uno desde hace años ascendiendo por una espiral de sofisticación, pensada para unos pocos asiduos al consumo ilimitado, a costa del crédito en muchos casos, que más miraba a un marketing digitado por eventos como el 50 Best Restaurants, del mundo y latino que a una cocina a la par con la realidad local (a todo esto ¿Sobrevivirá ese evento?).
El impulso de la globalización, el crecimiento -con inequidad pero crecimiento igual-, el auge de un turismo foráneo a un Chile cada vez más conocido afuera, dio alas a cierto estilo de ver y preparar comida, que de improviso mostró su fragilidad. Un choque que dio paso a cierres, ofertones culinarios inviables a largo plazo, reducciones de personal y en suma aún más precarización, que en estos momentos, cuando la bomba de la pandemia alcanza a todos sin distinción, comienza a parecer un tiempo incluso mejor.
Hoy se cierne un necesario aislamiento de la población, que de alguna manera contenga el virus. Ahí el reparto a domicilio, el delivery, es a lo que se aferran algunos pocos comedores y cocineros. Es en este momento crítico donde la incertidumbre plantea preguntas, útiles para delinear hacia dónde va el camino de la cocina pública chilena. La primera y acaso esencial ¿Cuáles serán los nuevos estándares del buen comer en los restaurantes nacionales? El ingenio y el riesgo estarán aun más presentes en el día a día de cada lugar ¿Podrán seguir destacando -o acaso subsistiendo- los cocineros independientes, esos a cargo de la originalidad del llamado fine dinning criollo? ¿Serán superados por las franquicias levantadas por inversionistas ávidos de retornos inmediatos? ¿Seguirán esos mismos inversionistas poniendo dinero? ¿Qué rol tendrán las escuelas de cocina, muchas de ellas llenas de estudiantes sin más norte que acceder a ese tipo de cocinas? ¿Qué beberemos? ¿Cómo? ¿Dónde?
Ante la poderosa influencia de la pandemia de coronavirus, los indicios nos llevan a pensar en una nueva era en la comida pública. Otros códigos, otros sentires. Se avizora a lo lejos menos lujo, más sencillez; otros precios y barrios distintos donde llevar a cabo el ceremonial del restaurante. Quizá incluso sin locales físicos, atendiendo a la ya poderosa tendencia de las cocinas oscuras. Pensando en positivo, una mirada más local en términos de provisión de insumos, cercana y afectuosa en la medida que sea mejor comunicada y sea justa con el comensal y el trabajador que cocina y sirve.
Esta enorme crisis, quizá, sea un sincero lavado de cara para afrontar un camino nuevo.