Vino del desierto: el largo camino al éxito

Vino del Desierto es en sí una pequeña gesta. Es un vino elaborado con una uva redescubierta gracias a la curiosidad y esfuerzo de dos investigadores iquiqueños –Ingrid Poblete, Alex Zúñiga y Marcelo Lanino- y que a la vez, sigue teñida de misterio. La variedad es la tamarugal, que de tanto exponerse al sol pampino, diario y calcinante, quizá mutó hacia una variedad con nombre propio. O tal vez existía desde los albores de la colonización española en la zona, filtrándose desapercibida hasta llegar al campo de Canchones, primero administrado por CORFO y hoy parte del inventario de la Universidad Arturo Prat. Aún no se conoce mucho sobre su origen, aunque desde la oficialidad del SAG es una variedad vinífera desde 2015. Aquel fue un hito en uno de los pocos puntos verdes de aquel territorio, donde reside esa fruta y también la pequeña producción de botellas en busca de su personalidad. Y de un destino.

Relatos históricos más recientes hablan sobre vinos generosos y dulces de la zona de Pica, que figuraron comercialmente hasta mediados del siglo pasado. Luego la necesidad de agua para la ciudad de Iquique dejó fuera de juego esos cultivos, aunque desde mediados de la década que recién terminó, el interés viñatero permite mantener algunas hectáreas, tanto de tamarugal como de la más conocida cepa país. Sea una o la otra, no es fácil cultivar dadas las condiciones del clima: tierra salina, con aguas subterráneas cargadas de boro, por ejemplo. Pero siguen confiados en el potencial de sus vinos y de una cultura subyacente, que les ha dado alas para proyectar una ruta de carácter turístico, que apuntale la pequeñísima producción que logran conseguir desde hace unos años.

Para llegar a un vino completo, a la tamarugal de Canchones le queda trayecto largo por recorrer para validarse. Así se aprecia probando cosechas como la 2018, junto a dos sommelieres tan curiosos como quien suscribe de conocer sus propiedades. A la vista es turbio; no hay que concentrarse mucho para que aparezca a la nariz una sensación de piña madura y manzana roja. Ya con más atención se notan tonos minerales salinos y un poco azufrados. En la boca se mantiene esa sensación abocada, dulzona sin ser derechamente dulce y de frescor muy tímido, que decanta en un amargor tenue que se queda rondando al final de la prueba.

Puede que la botella denote cansancio tras dos temporadas desde su embotellado y perdiera parte de su chispa frutal. Esa sensación se acentúa porque el año pasado este mismo vino se llevó Medalla de Oro en el concurso-muestra Catad’Or. De ser así quizá su destino sea un vino de consumo inmediato, en la medida que la investigación enológica le aporte alas para perdurar por más tiempo. O a lo mejor el rumbo será el de los antiguos, inclinándose por un vino dulce, como sus primos de segundo y tercer grado, el Pintatani y el Pajarete. Lo claro es que la cata mostró que siguen haciendo camino al andar. Uno especial porque en la Pampa del Tamarugal lo único muy claro es que desde arriba, les quema el sol.

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