Hay que ser justos, porque aciertos hubo en la IV Conferencia Mundial de Turismo del Vino. Hubo clase en sus eventos de apertura y clausura, más un puñado de interesantes exposiciones, que de seguro le servirán a los más atentos a cada mensaje. El hecho mismo que se realizara la conferencia ya fue un hito para los tiempos que corren. Ahora, no por eso dejaron de haber desprolijidades dignas de una profunda revisión.
Demoras en las acreditaciones, exasperantes a ojos de profesionales de primer mundo, que incluso reportaron la retirada de corresponsales de medios especializados europeos. Intrascendencia y desconexión local, porque la población de la ciudad de Santa Cruz y de la provincia entera, apenas se enteró de la cita: ya sea porque no se vieron pendones ni mensajería callejera, sea por la restricción a la prensa local al acceso a la mayoría de los eventos. Cosas que contravienen incluso una de las conclusiones de la misma conferencia, referida a la integración entre las viñas y la comunidad. También presentaciones de vino sin la temperatura adecuada –en pleno verano- o almuerzos impresentables más allá de la calidad de la comida, donde las jarras rebosaban de gaseosas dulces y no de vino, ¡en una conferencia mundial del vino!
Un ruido de fondo se apersonó por Colchagua a inicios de este diciembre. Desorden, impostura. A lo mejor se trataba de un fenómeno general, si lo extendemos a la experiencia vivida luego en Casa Colchagua, en el papel uno de los créditos culinarios de la zona. Una casa de campo impecable, salones protegidos por el grosor del adobe, más una terraza calurosa pero cómoda, pegada a los campos de viña Laura Hartwig. Qué podría fallar, salvo la experiencia culinaria: vinos pasados de temperatura movieron a dudas, pero ok, ya cuando uno se sienta es difícil que salga. Luego unas empanadas de queso prieta como entrantes: correctas, crocantes, de sabor ambiguo porque el lácteo neutralizaba a la mezcla y viceversa.
La Ensalada Criolla unía mote, quínua, tomate, cebolla morada, un poquito de puré de garbanzos y mucha, mucha lechuga, desde donde sobresalían unos pocos bastones de queso fresco frito, que podría haber sido más maduro para tener algo más de sabor. No más detalles, no más armonía al plato. Vegetales sanos pero poco y nada más por $ 8.900. El tema de los precios en los restaurantes se apersonó aún más con la Cazuela, que por $ 9.900 trajo un trozo grandote de asado de tira, que no alcanzó a traspasar su sabor a un caldo derechamente desabrido, su pecado más mortal.Sí había una buena papa y choclo, hasta porotos verdes al dente y un zapallo sobrecocido que ya a esas alturas fue un detalle. Quedó a la mitad el plato.
De cierre, la mejor plantada Pera al vino, firme y sabrosa junto a un helado de crema, limó asperezas en una tarde rara, donde todos parecían dormidos en la placidez del casi verano colchagüino.
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