El gran canalla

Víctor Painemal, delantal blanco, que con ceño adusto y desconfianza impostada de gruñón a medias, casi de actor, preguntaba a cada cliente “¡¿Quien vive canalla?!”. Lo repetía durante las variadas noches noventeras cuando lo conocí, cuando ya se podía fingir con sentido del humor la contraseña: “Chile libre”. Ya dentro, en su local, una segunda mirada devolvía bonhomía campechana, refrendada por sus ganas de conversar y estirar la noche hasta donde ésta diera. Algo que venía haciendo desde 1980 para ser exactos. Supo crear un estilo propio en una casona de calle San Diego, dominada por la palidez emanada de la luz de decenas de tubos fluorescentes, que a su vez deslavaban el color de los cuadros que muchos pintores le canjearon a cambio de comida.

Partió porque la necesidad afinó su valentía, haciendo lo que otros tantos sureños en años anteriores: instalar una chanchería como las de la periferia del viejo Santiago; esta vez mucho más central y a pocas cuadras de La Moneda. Chancho significa hasta hoy carne barata, popular y sabrosa en las manos correctas, usualmente campesinas reconvertidas al trabajo de la ciudad. Fue a puro coraje que inició su aventura, sin permisos, en tiempos en que cualquier rebeldía podía pagarse con la vida. Consiguió salir adelante gracias a la astucia de refugiarse en la noche, en una ciudad que pedía a gritos algo de bohemia entre toque y toque.

Por eso es que pese a la persecución y meses de clausura entre 1983 y 1984, pervivió y por un par de buenas razones: ser un centro social opositor, no ajeno al soplonaje por cierto, y porque ninguna sociedad se cierra a las tentaciones nocturnas. Es por eso que desde algunas radios populares -de oposición y de las otras-, guiñaban entre guiones las contraseñas que debían decir sus clientes.

Por supuesto había talento talento culinario tras esos platos.

El chancho permite generosidad. Eso corre para cualquiera de este tipo de lugares, aunque en el de Víctor los nombres le aportaron fama transgresora: Vietnamita era pernil, arrollado, longanizas, prietas, costillar, arroz y papas. El Guerrillero sumaba al pernil y las longanizas, una porción de chuletas. Luego aparecieron más nombres: Vitalicio, Transantiago, todo para estar a la altura de la actualidad y de nuevos clientes ya en su segunda ubicación en calle Tarapacá 810. El porte de cada plato era una de sus claves para vivir tanto, lo mismo que su pebre de ají verde de corte grueso, con el picor potente que invita a ir por más; a veces los platos rebosaban picor, para que nadie se escape del fulgor mapuche, herencia por lado Painemal seguramente. La puesta en escena desde sus inicios fue recompensada por su gente, que a cambio le legó miles de tarjetas de presentación, chapitas, corbatas o servilletas de papel escritas con entusiasmo apañado por pipeño y piscolas. El sello estético de la fraternidad.

“Soy feliz y me siento plenamente realizado. Estoy orgulloso por el pasado histórico que tiene este
lugar, creo que lo hice bien. He hecho patria a través de todo esto y creo que para adelante hay que seguir construyendo cada día un país mejor, por lo menos con Los Canallas, hemos cooperado con un granito de arena”, le dijo Víctor al portal de turismo La Tendencia hace un par de años.

“La lucha continua, carajo” tuiteó el 29 de octubre pasado casi a modo de despedida, irradiando entusiasmo por el renacer de la protesta tras décadas de letargo. Pero 85 años de vida intensa llegaban a su fin, comenzando como suele ocurrir, una saga de recuerdos que irán creciendo y mutando conforme pase el tiempo. Su muerte es simbólica, no solo por su pasado disidente desde las ollas, sino también porque marca el ocaso del concepto de la chanchería. No solo la suya, que tiene fecha de cierre el último día de este año 2019, presión inmobiliaria mediante, sino por el lento y progresivo decaer del formato.

Las nuevas generaciones llevan el gen de la protesta y a la vez el menor y menor consumo de la carne, entre ellas la del cerdo por supuesto. El avance del vegetarianismo y de la conciencia sustentable acorrala el consumo abundante de la carne. Una señal clara de que los tiempos van cambiando hacia un comer distinto, desde lo publico y lo privado. Y esos no eran los tiempos de Víctor Painemal.

Por eso, quizá, supo despedirse en el mejor momento que pudo haber imaginado.

Comparte: